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Pienso que así como para trabajar en la historia de una porción de la tierra el geólogo necesita apoyarse en los conocimientos de mineralogistas, químicos, matemáticos, físicos, paleontólogos, botánicos, zoólogos, topógrafos, meteorólogos, oceanógrafos, el cronista debe tener contacto con personas de cuanta disciplina exista para consultarlas. No se debe escribir una crónica periodística sin haberse cerciorado de detalles en torno al mundo al cual se penetra en cada trabajo.
Si se hace así, el resultado será una información con gran eficiencia. Ahí está el secreto de la credibilidad. Allí está parte de la calidad.
Para rehacer la historia de cinco jóvenes que quedaron atrapados dentro de una caverna en la zona de Zapatoca, Santander, y permanecieron allí diecisiete días sin comer, luego de lo cual fueron rescatados casi sin vida, el trabajo de campo comenzó, desde luego, por localizarlos en su pueblo a través del teléfono. Por aquel medio obtuve sus primeros recuerdos.
Pero antes de ir allí, consulté con un espeleólogo (experto en cavernas), con un biólogo especialista en murciélagos. Como en aquellos primeros contactos telefónicos dos de ellos dijeron que al final todos alucinaban, escuché a un neurosiquiatra.
Puesto que el tiempo del relato abarcaba un arco de diecisiete días en la oscuridad total, calculé que bien podrían ser escenas del teatro negro de Praga que ya conocía. No obstante, consulté con el director Jorge Alí Triana que se formó allí y él me explicó la técnica.
También me asesoré de un montañista. Quería saber qué equipos deben llevarse a una caverna para transitar por allí. Los jóvenes, desde luego no lo sabían, pero este detalle era importante para en el relato.
Una vez con esta información viajé a la zona. Allí hablé con cada uno de ellos en sus casas durante un par de días. Al final escogí a los más locuaces y fui con ellos a la caverna. En el camino tomé nota de las frutas que se cultivan en la región, de la cercanía de hatos de vacas o atajos de mulas, temperatura media exterior, temperatura permanente dentro de la caverna, altitud, orientación, régimen de lluvias, plagas e insectos, como complemento de lo que había acopiado anteriormente.
Estos nuevos materiales me permitirían, no solamente describir la atmósfera subterránea, sino precisar la clase de murciélagos que habitaban en la zona en la cual quedaron atrapados.
Pero también, preguntarle a los protagonistas si se habían familiarizado con ellos de acuerdo con el tipo de vuelo que captaban cuando aquellos cruzaban por cerca de sus caras. En ese momento logré establecer los tipos de murciélagos que habitaban en aquella caverna.
En esta forma, cuando hablé con ellos, les escuché decir que siempre les cayeron sobre la cabeza y los hombros residuos de guayabas. Eso me permitió establecer, por ejemplo, que habían quedado atrapados en una zona habitada por una comunidad de murciélagos frugívoros.
Algunos hablaron de vampiros, pero, ¿por qué nunca los tacaron si aquellos se nutren de sangre? Sencillamente porque los vampiros no atacan al ser humano.
En la caverna surgieron las secuencias más dinámicas de cada relato: cuando se logra llevar a los personajes hasta los lugares donde ocurrieron los hechos, allí ya no están recordando sino viviendo intensamente.
Pero, además, bien hacer en periodismo es saber contar. Cuando uno estructura una nota está contando una historia.
Para contar bien, entre otras cosas, hay que tener abundancia de información. Si hay superávit no es necesario inventar nada. De eso se trata el periodismo.
Visto desde otro ángulo, una crónica debe registrar el ambiente del lugar donde ocurren los hechos. Ese ambiente también tiene que ver con el mundo de las sensaciones que capta el ser humano a través de los órganos de los sentidos. Por eso acostumbro a acoger en los relatos, colores, sabores, olores, texturas, sonidos.
En El Hurakán uno de los lugares donde fue escenificada parte importante de aquella historia, es la selva pantanosa de El Darién, al Sur del Golfo de Urabá.
Como resulta fundamental tener una vivencia personal en cada escenario, viví una semana en aquel lugar. De regreso, hablé con un ornitólogo especialista en la zona, con un botánico, con un médico historiador para establecer qué enfermedades encontraron allí los conquistadores y cuáles llegaron posteriormente a América. Después hablé con un médico salubrista. La descripción de síntomas y signos de cada enfermedad me permitiría penetrar dentro de los enfermos.
A la vivencia personal agregué una entrevista con el pintor David Manzur. Se trataba de “vestir” el relato y comencé por indagar acerca de colores, tonalidades, coloraciones, efectos. En el primer caso se trataba del verde.
En la selva había paseado la mirada de arriba abajo por la vegetación para registrar en mi memoria los cambios de luces y tonalidades a las diferentes alturas. Combinando la experiencia personal con las enseñanzas del maestro, escribí:
«La gran vegetación es verde. Arriba, en el contraluz, verde manzana, verde lechuga, verde turquesa, verde sabia, pero a medida que uno sigue bajando la vista, la luminosidad empobrece gradualmente y entonces la sinfonía va decreciendo: verde musgo, verde oliva, verde montaña».
En otra fase del trabajo de campo, me embarqué en el buque escuela Gloria de la Armada Nacional durante un mes, tiempo que duró su travesía por el Caribe. La ruta era la misma que hacían los buques a la vela que venían de España en el Siglo Dieciséis. En El Gloria buscaba aprender de velas, de mástiles, de jarcia, de cubierta, de amuras… Pero también, sentir la sensación de soledad y lejanía para entender mejor las vivencias de los Cronistas de Indias.
Los colores cambiantes del mar día tras día me permitirían manejar conceptos como el tiempo y la distancia en algo tan desconocido para mí como ciertas intimidades de ese mar.
La fecha en que zarpamos de Hamilton, Bermuda, el día era gris. El maestro Manzur me había enseñado que el gris es la neutralización de tres colores: amarillo, azul, rojo. Algo indefinible.
— ¿Quienes lo manejaron con maestría?
— Rubens, Zurbarán, Velázquez, Murillo…
Finalmente, a mí el gris me entristece.
«Día gris. Hacia las once, el color del cielo se había regado totalmente sobre la superficie de la mar, sin ondas, reposada y caliente. Era un gris luminoso e imponderable como los que manejaban Velázquez y Murillo. Así, un gris total. (¿Rubens? ¿Zurbarán?) Un gris salido de la gran paleta de la naturaleza que ahora no solamente neutralizaba los colores sino los sentimientos».
Cuando comienzo a escribir, experimento algo parecido a los instantes en que revelo un rollo fotográfico, o miro en el visor de la cámara la impresión de la fotografía captada: allí vuelvo a vivir las sensaciones del trabajo de campo: la emoción, el miedo, la soledad, y eso es lo que finalmente uno transmite a través de cada escrito.
Con este fin, antes de comenzar a escribir colgué frente a la computadora un trozo de lienzo con la degradación de azules hecha por una pintora caribeña. Allí identifiqué la coloración del Mar de los Zargazos. El siguiente paso era, entonces, averiguar cuanto más pudiera sobre el azul.
Manzur me había explicado, por ejemplo, que el azul irradia en la medida en que se le mezcle con el blanco. Dijo también que el azul ultramarino fue utilizado en la Edad Media por los Hermanos de Limburgo para pintar las capas de los Luises de Francia.
En una enciclopedia del color encontré que aquel es el mismo que aflora en los Libros de Horas y en el del Duque de Berry.
Finalmente busqué en un diccionario de sinónimos, y para complementar, consulté en una enciclopedia de heráldica otros nombres que se dan al azul.
«Tercer día: el mar amaneció azul. Un azul tan profundo como no lo había visto en mi vida. Allí comprendí por qué a ese tono concentrado le dicen azul ultramarino, que es el mismo que utilizaron los hermanos de Limburgo para darle vida a las capas de los Luises de Francia. Es el de las ilustraciones medievales de los Libros de Horas y el del célebre libro del duque de Berry: azul oscuro, transparente, que mezclado con el reflejo del blanco de algunas nubes bajas que flotaban a esa hora, empezó a irradiar tanto que terminó por inundarlo todo. Entonces la cubierta lustrosa dejó de ser gris y pareció adquirir ese sabor a índigo, a azur, a añil que contagió a las cortes francesas…».
En otra secuencia me apoyé en el manejo de los colores para darle al relato un tinte político.
Durante la navegación, el Capitán de Navío Sigifredo Velandia me explicó algo acerca del espectro solar. Luz y colores. Descomposición de la luz en el agua y su longitud de onda. En el siguiente orden, los colores van desapareciendo a medida que el mar se hace más profundo:
Rojo – amarillo – naranja – verde – azul – violeta – morado
Y los colores antípodas:
Azul – naranja – rojo – verde
Por su parte, Elvira Alvarado, una bióloga marina, me había enseñado que la coloración verdosa del Mar Caribe obedece a que allí las aguas azules están invadidas por una especie de polen amarillo que viene de la vegetación en tierra. Polen que significa el primer eslabón de la cadena de alimentos en el mar. Lo llaman «planton».
«Buceando a tres metros de profundidad, Hamir González, un teniente de fragata, se cortó una mano. Su sangre se veía verde, era verde, fluía verde. Pensé por un momento que si en el Caribe se puede asociar al amarillo con la vida, la muerte debe ser verde como sus aguas, colmadas con la sangre que empezó a mancharlo el amanecer del 12 de octubre de 1492».
* * * *
En “La Noche de las Lanzas”, parte de los escenarios son la selva amazónica, zona ecuatorial, donde el sol cae absolutamente vertical.
En algunas secuencias utilicé la luz y el color para manejar el tiempo dramático del relato, puesto que en el Ecuador se ve perfectamente cómo se va descomponiendo la luz a medida que transcurre el día.
Visto desde esta perspectiva es posible comprobar como el día está determinado por la manera como se alejan, o se acercan el azul de la noche y el rojo del sol, por lo cual, para determinar las horas del día, los indígenas no miran la posición del sol sino el color de las nubes y las aguas de los ríos.
Es decir, conocen tan bien como Goethe el espectro solar, a pesar de no saber quién fue aquel personaje.
“¿Qué hora es? Las cinco de la mañana porque el cielo es azul. Un poco después serán las seis: el azul va desapareciendo y el río se ve azul verdoso. A las siete es amarillo verdoso, y a las nueve, amarillo. Al mediodía, la luz blanca hiere la vista. A esa hora el sol cae a plomo sobre la selva. A la una de la tarde el aire es amarillo naranja. A las dos, naranja. A las tres, rojo, y se mantiene así hasta las cuatro y media, casi las cinco, cuando cambia a naranja rojizo: arreboles.
A partir de allí comienza a acercarse la noche azul que va mezclándose con el rojo. Por eso, después de las cinco el espacio es rojo violáceo. A las seis, violeta. A medida que crece el azul, el violeta palidece, y un poco después de las seis desaparece, y nuevamente todo se ve azul.
Es la noche.
“Una mañana, más arriba de las nubes amarillas se escuchó el ronquido de un avión. Dio vueltas y se perdió nuevamente. El avión regresó al día siguiente y flotó allí encima, yendo y viniendo, desde el amarillo verdoso hasta el amarillo”.
Como muchas vivencias personales correspondían a selvas diferentes a la del Darién, tomé una grabadora Nagra-5, sonido brillante y limpio, viajé a la zona y allí e intenté captar los sonidos en el ambiente, tanto de día como de noche. Al regresar, consulté con el ornitólogo Bernardo Ortiz, experto aves de la zona.
Corolario: nada es igual a nada, aún cuando se parezcan. No es lo mismo la selva amazónica que la del Darién. Los sonidos de la selva durante el día son unos y por las noches, otros.
«La selva es una caja de sonidos persistentes. Todos nuevos, todos extraños y diferentes de día y de noche. La mayoría son el idioma de los pájaros que, por ejemplo, dicen de día «pichí» o de noche «currucutú».
«…. y se escucha de golpe el tuto-tuto» permanente de un pájaro que se llama…¡Tuto!. Otros dicen, «priprá-priprá», «ajaiajaja», «tirotiroé», «cratucráaa», «tuíii – tuíii», «petué», «guaco-guaco», sonidos elementales ante los de virtuosos como el Sinsonte, pero de todas maneras, sonidos extraños porque allí cantan o graznan al tiempo, hormigueros, soledades, pavas, guacharacas, halcones, paujiles, pericos, guacamayos, martín-pescadores, corretroncos, horneros, atrapamoscas, loros, cacambras, cucaracheros».
En este caso, el sonido no solamente es descrito mediante la utilización de la onomatopeya del canto de los pájaros, sino ese acerbo, esa cantidad de nombres que al recopilarlos parecen tener una métrica, una rima… Una musicalidad.
Musicalidad que proviene del mundo de las palabras. Es que, me parece que en algunas áreas de la crónica se trata de lograr una especie de unidad melódica, una especie de curva melódica que marque el son, que gobierne la cadencia.
La musicalidad lograda mediante la repetición de palabras que se recalcan con la intención de amplificar, tanto su sonoridad como su significado, posiblemente equivalga a alguna melodía.
En la narrativa no-ficción, es necesario trabajar en función de cierta musicalidad, para lo cual es definitivo el manejo de la sintaxis: la puntuación, la utilización de signos, de manera que sea posible desentrañar estados anímicos de ciertas entonaciones al hablar.
La selva es un mundo de olores temprano en la mañana y al atardecer. Al regreso de un viaje investigué con un experto en aromas quien confirmó cómo al comienzo los olores tienen fuerza, pero a medida que transcurre el tiempo va bajando la intensidad, aunque persiste el cuerpo de cada perfume. Luego ese olor comienza desaparecer. Se llama desenlace, pero lo hace pasando nota por nota con una gran armonía, desde lo más concentrado hasta lo tenue. Igualmente que los olores tienen carácter.
En la selva había asociado los olores a cosas identificables por mí, como el de algunas iglesias (incienso), una dentistería, una carpintería. Al fin y al cabo parte de los productos químicos y farmacéuticos vienen de la síntesis de elementos de la naturaleza.
“Vinieron épocas de sequía y se fueron, y después lluvias y lluvias, y ríos inmensos, perfume de plantas que florecen con la humedad que deja la borrasca.
“Cuando florecen, aumentan las mariposas y al comienzo del día se concentran en la selva todos los olores. A las cinco de la mañana se siente la fuerza: perfume de flores que huelen a frutas, a cidronela, a canela, a artemisa, a nuez moscada, a comino, a coriandro, a ámbar, a anís, a vainilla, a estragón, a laurel, a orégano, a menta, a bergamota. Perfumes verdes, espumosos, cálidos, frescos, carrasposos. Olores grasosos, olores polvosos como el talco, picantes como la pimienta. Según el carácter de cada aroma, a las cinco y media la selva parece oler a musgo, a hierba dulce, a carpintería, a dentistería, a iglesia, a funeraria, a gelatina de fresas… a colorete de mujer.
“Sobre las seis y media baja la intensidad pero persiste el cuerpo de cada perfume y, diga usted, a las ocho, empieza a desaparecer. Es el desenlace de las fragancias que han pasado, nota por nota, desde lo intenso hasta lo volátil, decreciendo con una armonía que solo logra la sabiduría de la naturaleza.
“A las nueve no hay olores. Ellos regresan con el mismo vigor a eso de las cinco de la tarde, cuando aquí ya es de noche. A las seis el indio se cuela en su casa de hojas de palma y comienza a cabecear y luego a soñar con la relación pasional de las flores y las mariposas, en esta selva que, definitivamente, es lujuria.
Estas páginas marcaron el comienzo del acuerdo de paz entre el M-19 y el gobierno colombiano.