De los muchos colegios en los que estuve, invariablemente dedicado a la vagancia, en 1967 me tocó uno que me permitía ir a pie a almorzar en casa. Subía por la calle 60 con mis libros bajo el brazo, atravesaba el parque Julio Flórez, abarrotado de hippies pacifistas echados al sol en los prados y ´trabados´ con marihuana. Continuaba hasta la esquina de la Pizzería Napolitana de la 59 con séptima y trepaba cinco cuadras más, hasta el número 59-38 de la Carrera Tercera A. Buscaba en el estudio de mi padre los periódicos que habían llegado al amanecer y los leía tirado en mi cama mientras me llamaban a la mesa. En esos intervalos diarios y felices entre las clases que aborrecía tanto como ir a misa, devoré las primeras crónicas de una firma deslumbrante y avasalladora: Germán Castro Caycedo. Las asociaba con una obra que ese año marcó mi vida como un signo zodiacal: Los hijos de Sánchez, de Oscar Lewis, antropólogo norteamericano de la Universidad de Yale. Es la vida de un campesino mexicano refugiado en un conventillo de Ciudad de México y la de sus hijos. Lewis los entrevistó durante años con una grabadora gigantesca de carretes magnetofónicos, transcribió los relatos, los editó como se suele hacer en el cine y armó con ellos un libro que utilizó para respaldar una teoría académica suya que llamó “la cultura de la pobreza”. En los mismos ejemplares de El Tiempo en los que al medio día encontraba reportajes de Castro Caycedo se informaba que la Procuraduría General de la República Mexicana de los tiempos de Gustavo Díaz Ordaz prohibió el libro que había desnudado la miseria, la idiosincrasia, la estima y el ánimo mexicanos. Lo declaró “obsceno, difamatorio, subversivo y antirrevolucionario”.
En la introducción a esta obra magistral, Lewis expuso:
“Este libro trata de una familia pobre de la ciudad de México: Jesús Sánchez, el padre, de cincuenta años de edad, y sus cuatro hijos. Manuel, de treinta y dos años; Roberto, de veintinueve; Consuelo, de veintisiete; y Marta, de 25. Me propongo entregar al lector una visión desde adentro de la vida familiar, y de lo que significa crecer en un hogar de una sola habitación, en uno de los barrios bajos ubicados en el centro de una gran ciudad latinoamericana”.
Conforme con el antropólogo chileno-mexicano Claudio Lomnitz, “en la historia de México hay pocos libros que hayan creado verdadero escándalo. Este es uno de ellos… Es un libro tremendo. No hay otro que se le parezca”. Agrega luego: “Se retrata a una sociedad implacable (…) donde los padres maltratan a sus hijos, los hombres golpean a las mujeres, éstas se engañan unas a otras y se vengan además de sus hermanos y sus maridos. No es el mundo católico de la redención en la pobreza, sino un ámbito en el que los problemas humanos se agudizan. Un mundo que los endurece a golpes”.
Ocho años después de mis recorridos a través del parque de los hippies en busca del almuerzo, tuve la buena fortuna de obtener un puesto de trabajo como reportero de El Tiempo, que me otorgó el legendario jefe de redacción, Carlos Villar-Borda, quien había cubierto la muerte del Che Guevara..
Para llegar en las mañanas hasta mi escritorio de latón en el fondo de la sala, poblada por un regimiento de reporteros que fumaban y escribían, debía pasar frente al de Germán Castro Caycedo, que era exactamente igual al mío. No tenía una oficina especial y eso me llamó la atención. Tampoco estaba todos los días porque pasaba la mayor parte del tiempo viajando por una Colombia amarga que solamente él conocía y dilucidaba, como Lewis desentrañó a México. Sentado frente a la mesita auxiliar sobre la que estaba su máquina de escribir, estiraba las piernas por debajo de ella y tecleaba con los dos dedos índices a una velocidad impetuosa. Lo hacía más rápido cuando transcribía sus entrevistas con un auricular monofónico conectado a una grabadora de casetera, al menos cien veces más pequeña que la de Oscar Lewis. Con los ojos sobre la cuartilla que pasaba por el rodillo recibiendo los golpes del teclado, producía los reportajes que estipularon mi manera de entender el periodismo y asumir la realidad desde este oficio. Precisamente, fue Germán quien alguna vez me sacó de dudas para siempre: “no se desgaste buscando la verdad, lo que vale para nosotros es la realidad”. En efecto, lo que sea verdad o no, digo yo hoy, no vale nada en periodismo si no está enmarcado por las circunstancias, el tiempo, el peso de los hechos y las premisas de una realidad.
Pronto trabé una buena amistad con Germán, desde cuando se acercó por primera vez a mi sección, en la que recibíamos por el correo regular, por télex y por teléfono las noticias de los corresponsales de todo el país, con el ánimo de pedirme datos de algún acontecimiento provincial. No pasó mucho tiempo para que le pidiera su opinión sobre algunas notas mías; cuando hubo plata fuimos a almorzar bistec a caballo con papas fritas en el viejo Pasapoga –donde decían que también había almorzado Jorge Eliécer Gaitán–, me contó que hizo tres años de antropología en la Universidad Nacional y conocía muy bien Los Hijos de Sánchez. Estaba, incluso, de acuerdo conmigo en el sentido de que la tesis sobre “La Cultura de la miseria” sobraba en el libro frente a la realidad y la magnitud narrativa del grueso de la obra.
Mi primer trabajo hecho a consciencia bajo las enseñanzas de Lewis y Castro Caycedo creo que fue un relato de unas 20 páginas, en primera persona, sobre una niña colombiana del Valle del Cauca que se escapó de las garras de su abuela cuando la iba a vender a un depravado. Fue a dar a Venezuela y sufrió la violencia que se desató en los años 70 contra millares de migrantes colombianos que buscaban comida y refugio en ese país, cuyos hijos ahora han regresado hambrientos a vivir en las calles de la Colombia que en ese tiempo abandonaron sus padres. Publiqué el relato en mi libro “Los que nunca volvieron”.
Dos años después de mi llegada al periódico Germán se fue a descubrir la televisión, todavía en blanco y negro en Colombia. Lo llevó a RTI el más grande visionario del mundo audiovisual en el país, Fernando Gómez Agudelo. Solamente imaginó cualquiera de sus crónicas en imágenes, le organizó un equipo básico de producción y le dio rienda suelta para que se internara en la Colombia de la que no había más que cuadros de costumbres y crónicas inciertas, como las de José María Cordovez Moure; La Vorágine, de José Eustasio Rivera, o El Alférez Real, de Eustaquio Palacios.
Con una cámara de video de al menos 20 kilos, una casetera para cartuchos de tres cuartos de pulgada y peso parecido (como dos grabadoras de Oscar Lewis al hombro), Castro Caycedo filmó por primera vez la realidad de un país que solamente se miraba así mismo por medio de metáforas, pinturas, unas pocas fotografías y leyendas.
Su programa dominical, Enviado Especial, no ha tenido otro que lo iguale. Descubrió el Tapón del Darién, la ruta libertadora por el páramo de Pisba y Paya, la selva amazónica de la realidad y su depredación; la agonía y el esplendor de los ríos del país; las entrañas y la desmesura de los primeros narcotraficantes; todas las guerras de su tiempo… Germán consiguió demostrarnos que las grandes verdades oficiales normalmente no coincidían con sus reportajes de televisión, sin el menor carácter de falsedad.
Hasta hoy, es de Germán Castro Caycedo la mejor entrevista de televisión (de 1976) que le fue hecha a Gabriel García Márquez (ver aquí), cuando ya era universalmente famoso, no tenía aún el Premio Nobel de Literatura y el estado colombiano lo mantenía en la categoría de terrorista, por lo que era objetivo militar.
Germán es el autor de la única investigación periodística que se ocupó de predecir a tiempo que la naciente explotación a cielo abierto de la mina de carbón de El Cerrejón se convertiría en el fundamento desaforado de muertes, atraso, contaminación ambiental, corrupción e impunidad.
Si volvemos la vista atrás, una de las más esclarecedoras y valientes investigaciones sobre el holocausto del Palacio de Justicia (1985), es de él: su libro El palacio sin máscaras.
Cuando se acabó Enviado Especial, Germán no se fue de saco y corbata por los ministerios para pedir una embajada o contratos públicos. No pidió que le entregaran frecuencias de emisoras de radio para revenderlas en pago de favores sórdidos al gobierno; no montó una agencia de relaciones públicas ni se hizo asesor de imagen de nadie. Montó en la Avenida de Chile una librería (Enviado Especial) con Gloria Inés Moreno, su esposa, y se dedicó a producir un libro por año. Al morir el viernes pasado a los 81 años de edad, había publicado más de 20. Nunca abandonó el oficio. Su obra es un prisma óptico a través del que Colombia puede ver las aventuras de sus vergüenzas, sus deshonras y sus glorias verídicas.
Vivió hasta su muerte cerca del Centro Andino, al que se acercaba algunas tardes a despejarse la cabeza con un café de Il Pomeriggio. Hacía tertulia y observaba con desprecio a ´lagartos´ apostados en otras mesas porque les conocía sus trasgresiones penales y morales. Él mismo las había averiguado.
Allí lo encontré muchas veces, con su enorme bigote, cada vez más blanco, daba la apariencia de que se estuviera comiendo una paloma entera. Una de las charlas que tuvimos fue sobre Álvaro Uribe, pues Germán era un experto en Pablo Escobar, acababa de publicar su libro al respecto y yo lo había terminado de leer.
“Usted es un berraco”, le dije.
Publicación original de Gonzalo Guillén en La Nueva Prensa.