Fragmento del libro Huellas

Fragmento del libro Huellas

‘Huellas’ sigue el rastro del autor por países diversos. Aquí, un fragmento de su trabajo ejemplar.

Por: Germán Castro Caycedo para El Tiempo

El Tiempo Foto 1 Principal
Crédito de la foto: Nietos de Oleg, junto a su tienda hecha de piel de reno.
Foto: Alejandro Mendoza

Primera huella

Muiscámennii-Siberia

Uno de sus amigos me dijo en San Petersburgo: “¿Carlos Grisales? ¿El geólogo colombiano? Está viviendo en Siberia”.

Ahora seguíamos sus pasos en Salijard, una ciudad a tres horas en jet al nororiente de Moscú, plantada sobre el círculo polar ártico. Grisales huyó de la violencia en Colombia y terminó viviendo en Vorkutá, un campo de destierro más allá de los Urales. Allí llegó con Natascha Stepánovna, su compañera.

El padre de Natascha era un desterrado y un día ella le dijo:
–Carlos, mi padre está enfermo, me voy a morir a su lado.
–Nos moriremos los tres: yo me voy contigo.
El cerebro de Natascha está atado a la cultura del destierro. Desde hacía cerca de dos siglos algunas mujeres habían empezado a irse a Siberia a acompañar a sus familiares.

El Tiempo Foto 2
Crédito de la imagen: Oleg Jrimbóievich, de la comunidad nenei, que se llaman a sí mismos ‘nenei neneche’, que traduce ‘gente de verdad’.
Foto: Alejandro Mendoza

Grisales y Natascha Stepánov-na ya no estaban en Vorkutá. El viejo murió y ellos se vinieron hace cinco años a un punto, 520 kilómetros al norte del círculo polar ártico, llamado Muiscámennii, que no figura en los mapas convencionales de Rusia. Ese era nuestro destino.

Volábamos en un avión sesquiplano Antónov-2. A una hora de travesía el cielo estaba limpio y empezamos a divisar la tundra: llanura invadida por las aguas que corren sobre las tierras bajas.

Ríos que se deslizan bajo una superficie congelada con una capa de más de un metro de hielo: ríos y pantanos y lagunas. Lagos de colores con un sello de hielo blanco en los bordes y el resto azul claro, algunas veces ocre. Nada brilla allá abajo. Es una visión apagada sobre el azul verdoso y el gris del techo de nubes que termina en el infinito.

Al frente veíamos, a trechos, comunidades de pinos, alerces y abedules delgados y pequeños, chamuscados por la ventisca y plantados como grupos de alfileres en aquella inmensidad de musgo y mármol.

Mi compañero de viaje era Alejandro Mendoza, un físico colombiano que se vino a la Unión Soviética, estudió y se quedó sumergido en el mundo de la ciencia. Luego de recibirse, cuando finalizaba la maestría de su carrera, hizo prácticas en una central nuclear aquí en Siberia y quería regresar.

Más adelante cambió la imagen de la tundra y empezamos a volar sobre blanco y vapores azulados: bruma. Y en medio del blanco y de la niebla, siluetas de viviendas grises. Arquitectura soviética.

Era mayo, primavera tardía en el Ártico… “Las noches blancas”, le dicen a esta época con veinticuatro horas de luz.

En Muiscámennii –donde permanecimos diez días– habíamos perdido la noción del tiempo y del espacio en una geografía monocorde, con un paisaje que no cambia, con un clima que no parece variar: dos semanas de primavera, siete meses de sombras.

Antes de nuestro regreso a Salijard y luego a Moscú, Nicolai Vorísovich, piloto de uno de los helicópteros de las compañías que extraen gas en Siberia, dijo que volando hacia el norte había visto a una familia de nenei, hombres de las nieves, y pensó en nosotros. Sus toldas estaban 120 kilómetros al norte.

Como hace siglos, aquellos viven en un mundo esotérico. Son trashumantes, no se detienen en un sitio más de siete, ocho días, según se agote en cada paraje el musgo con que se alimenta un colosal rebaño de renos, razón de su existencia.

Temperatura, un grado centígrado. Allí apenas iban a comenzar dos semanas de primavera y el hielo comenzaba a derretirse bajo un sol tímido. Para Nicolai, este clima parecía mentira: en diciembre y enero habían vivido una noche profunda y cincuenta y siete grados bajo cero.

A trescientos kilómetros al norte del círculo polar ártico, encontramos tres toldas hechas con piel de reno. Un hombre, varios jóvenes, las mujeres y los niños llevaban trajes de piel de reno. Estaban sonrientes, levantaron las manos para saludar. Un poco después nos alcanzaron un chuzo con trozos de carne de reno asada.

El Tiempo Foto 3
Crédito de la imagen: El Antónov-2, en el que Castro Caycedo y el fotógrafo y físico colombiano Alejandro Mendoza viajaron a un lugar llamado Muiscámennii, 520 km al norte del círculo polar ártico.
Foto: Alejandro Mendoza

Nos presentamos. Alejandro le preguntó cómo se llamaba, y no respondió. Sonrió, y Alejandro le dijo:
– ¿Chilaviék Nizvíestnava Zvánia? Y él sonrió aún más: “El hombre del nombre desconocido?”.

–La tundra está ahora llena de sonidos –dijo él–. Antes había silencio. Todo silencio: cuando cae la nieve, las palabras se congelan. Pero ahora se deslíen y se escuchan. En el invierno dijimos cosas y las mujeres no las pudieron oír. Ahora ellas sonríen: comienzan a escucharlas.

–Los renos olfatean el musgo bajo el hielo y lo descubren con los cascos –comentó el jefe, que, ahora sabíamos, se llama Oleg Jrimbóievich.

Los nenei se llaman a ellos mismos nenei neneche, “gente de verdad”. No conocen la envidia, no son egoístas (algo difícil de entender para un latinoamericano. Y, por otro lado, sus vidas están gobernadas por el sentido de la libertad. Sí. La tundra sin límites es libertad.

Entramos en la carpa cuando nos invitaron. Unos cuatro metros de alta, seis de base. Los hombres duermen en el centro, que simboliza el árbol de la vida; las mujeres, a la entrada.

Afuera están los trineos formando un círculo. Oleg dice ahora algo como que la tundra es un camino infinito y la tranquilidad está en el movimiento. El movimiento es libertad: La tundra es estéril, es necesario caminar siempre en busca del alimento de los animales. Por eso la vida se concibe en movimiento constante.

–Los únicos que permanecen quietos son los muertos.
Cuando se mueven, la familia se estira como una cuerda. Pero se detiene y en ese momento se agrupa en círculo. La casa es circular, una línea que se agrupa. En sus ceremonias, los nenei se mueven en círculo. Antes de comenzar a andar, el acoso para reunir los rebaños de renos se hace en círculos hasta cuando estén juntos. El reno es un puente con los espíritus.

Cuando hay ventisca, los nenei marchan según las sacudidas de la cabeza del reno que los guía. Y en las noches con cielos despejados se guían por las estrellas teniendo en cuenta su situación alrededor de los cuernos de aquel reno. Una zona se considera colonizada, no cuando pasan por sobre ella sino cuando las mujeres levantan una carpa. Al levantarla, después de caminar mucho, ellas encienden el fuego.

El fogón es el reino de la mujer. Ella alimenta el fuego y la llama alimenta a las personas. El sol también es una mujer. Y les tienen miedo a los difuntos. Los viejos, a los nacimientos porque la llegada de otro ser representa una muerte para ellos.

‘Hay que investigar mucho antes de comenzar a escribir’: Germán Castro Caycedo

‘Hay que investigar mucho antes de comenzar a escribir’: Germán Castro Caycedo

Entrevista con Isabel López Giraldo para el Espectador.

Fotografía El Espectador

Crédito de la imagen: Castro Caycedo es un escritor y periodista colombiano, quien se ha caracterizado por ser un buscador insaciable que ha marcado a Colombia con sus investigaciones y relatos condensados en 21 libros claves para entender la realidad del país.Cortesía Isabel López Giraldo

Mi mamá fue una gran lectora. La apasionaban la literatura, el arte, la historia del mundo, la actualidad…

A la casa llegaban El Tiempo y El Espectador. Recuerdo que cuando yo tenía unos 14 años me hizo interesarme por leer la prensa diaria. Me explicó cuáles eran las crónicas y me fui metiendo de lleno en ellas. Es que Colombia ha sido un país de grandes cronistas. Los mejores estaban en El Espectador, algunos en El Tiempo.

Ella, como buena mujer de su época, nunca pudo ir a una universidad, porque entonces — mediados del Siglo Veinte— creían que la mujer debía cursar solo hasta cuarto de bachillerato. Le decían “bachillerato menor” y eso implicaba que la formación académica era reservada para los hombres.

Pero, por otro lado, en nuestro medio era costumbre que la mamá fuera quien le enseñara a leer y a escribir a sus hijos, a sumar y a restar: ese era uno de los signos de los hogares organizados, de los hogares cultos.

Nosotros éramos siete hermanos. Ella nos enseñó a todos, de manera que cuando fuimos llegando al colegio entramos a segundo de primaria. Nada de kínder. Nada de primero de primaria. Un hogar de gente educada. Su sueño era que llegáramos a ser bien educados.

La profesión

Escribir una crónica es narrar. Narrar la vida, contar historias, pero contarlas bien. Contar bien es avanzar por sobre los picos altos de las historias: ir de un momento intenso a otro: se llaman “clímax”, y si se engarzan uno con otro, aparece algo que se llama “ritmo”, y si se logra el ritmo, ya el lector es tuyo. Y frente al ritmo debe aparecer el contraste.  Es que la vida es un contraste permanente: la vida y la muerte, el amor y el odio. Y más allá del contraste está el tiempo ¿Cuánto transcurrió durante aquel atardecer? Ese tiempo hay que paladearlo con detalles: se llama manejo del tiempo dramático.

Pero, además, la crónica  se va deslizando gracias a una técnica narrativa que es la misma de la novela. La misma del cuento. Pero en la crónica no se inventa ni una sola coma.

—¿Entonces?

— Entonces hay que investigar mucho, muchísimo, antes de tocar unas teclas para comenzar a escribir.

— ¿Cómo llegó hasta allí?

— Lo recuerdo bien: un día de agosto de 1959, justo atravesando la cordillera,  se cayó un avión de TAO –Taxi Aéreo Opita— en la selva que separaba entonces a Neiva de Florencia pasando la cordillera.

Temprano, a la mañana siguiente, Camilo López, un gran cronista de El Tiempo, llevó hasta el mismo sitio del accidente a Atala Tapicha, un sobreviviente, y allí lo entrevistó, al pie del mismo árbol en el que había quedado colgado toda la noche.

Era una entrevista tan supremamente bien hecha, en la que describía sonidos de la selva, la flora del lugar, la temperatura, la humedad de la respiración en aquel ambiente tan salvaje, tan primitivo de nuestras selvas. Y para lograr la intensidad del relato, él eliminó sus preguntas y frente a uno, del periódico salían las frases del señor Tapicha hilvanando un monólogo intenso.

Te contaba entonces que llegué del colegio al mediodía, leí la entrevista, pero no solo una vez sino tres, pues me cautivó no sólo el contenido sino la técnica que se hacía evidente: se sentía el ritmo extraordinario y la utilización del factor sorpresa que bien utilizado te permite manejar el suspenso. Total, perdí la ida al colegio por la tarde, pero aquel monólogo con sabor a miedo. Bueno, y a selva,  fue el que definió mi destino.

El Comienzo

Mis primeros pasos comenzaron acercándome a los medios de comunicación en Zipaquirá, mi pueblo. Se llamaba La Voz de Cundinamarca. Hablé con el dueño, un hombre amable, y siendo yo bachiller, y además aficionado a los toros, me permitió hacer un programa de media hora los lunes a las siete de la noche. Se llamó “Oro y grana”, el color del traje de torero que me parece, óigame bien, más torero que el celeste, o que el rosa y oro, o que el mismo vino de Burdeos y oro…

Al año siguiente entré a la universidad y el programa se fue conmigo a la  Emisora Mariana: un campanario en la Calle Séptima con Séptima.

En torno a este tema conocí a Carlos Alberto Rueda, un gran periodista. Fue el único colombiano que llevaron a la Associated Press en EEUU. Luego con la UPI fue periodista adjunto en la Casa Blanca. Finalmente lo trajo Carvajal y Compañía para que dirigiera una revista deportiva con todos los recursos económicos de nuestro mundo. Me llevó a trabajar como redactor.

Una de las características de aquella revista —Deporte Gráfico— era que donde hubiera un deportista colombiano, debía estar un periodista de Deporte Gráfico: algo que nunca se había acostumbrado en Colombia.

Carlos Alberto Rueda me asignó a Cochise Rodríguez, con quien recorrí la mayor parte de América, tratando de mostrar a través de sus pedalazos, algo… O mucho de cada nación cultural que íbamos atravesando.

En Europa recuerdo la inauguración del Velódromo de Anoeta, en España, donde impuso el récord de aquella pista, en el campeonato mundial de Varese, Italia, donde fue campeón invicto. En la vuelta al Atlántico, en Brasil; en los Juegos Panamericanos de México. En el campeonato mundial de Mar del Plata; en dos vueltas a México; en un Giro de Italia.

Como entonces los medios de prensa no conocían aquello de enviar a sus periodistas adonde ocurrían las cosas, El Tiempo le pidió a Rueda que los periodistas que viajábamos, escribiéramos una columna para ellos que contenía el título, y —en mi caso—  seguido de…  “Por Germán Castro Caycedo, Enviado Especial de Deporte Gráfico”.

Unos dos años más tarde, una mañana, nos llamaron de Carvajal para decirnos que la revista se acababa, pero que nos pagarían el sueldo hasta tanto consiguiéramos otro trabajo.

La reunión terminó a las once y media de la mañana. Rueda se lo comentó a Humberto Jaimes en un almuerzo de colegas. A las cinco de la tarde yo estaba firmando mi contrato como periodista de El Tiempo, gracias a mis columnas “colaboración de Deporte Gráfico”.

Allí comencé como cualquier redactor, “cubriendo”, se dice, noticias de Cundinamarca y eso implicaba una llamada diaria al secretario de gobierno, al de hacienda, a este y a aquel para saber cualquier dato…

Bueno, pues, pasados veinte o veintidós días, el corresponsal de Tunja mandó una nota breve en la que decía que un hombre llamado José Bernal, inspector del camino del Páramo de Pisba,  había encontrado en una cueva calaveras de hombres, al parecer del  ejército libertador.

El Páramo de Pisba es parte de la Ruta Libertadora, donde no había carreteras, ni la gente conocía la luz eléctrica, ni los automóviles. José apareció con una caja larga, llena de calaveras.

La nota llegó a las cinco de la tarde. A las seis pedí un carro y un fotógrafo. Viajé a Tunja, busqué al corresponsal y él nos ayudó a localizar a José Bernal: roncaba en una habitación al final de un tercer patio de una casa muy colonial y muy derruida.  El tufo a guarapo nos había guiado hasta allí.

Lo primero era quitarle la borrachera con café. Luego, entrevistarlo. Y por último, fotografiar las calaveras.

Regresamos a las dos de la mañana. Escribí una nota sobre lo que significaba el Páramo de Pisba, cruce por lo alto de las montañas sobre un camino de sesenta o setenta centímetros de ancho: abajo, un abismo de más de tres mil metros de altura. Pero la vista del escenario era muy, muy limitada por la cortina de niebla que lo abrigaba. Entre  fogonazos de vapor de guarapo, toces y sorbos de café, José Bernal —un buen narrador— explicaba lo que eran las montañas de Pisba. La gente que no conocía los libros, ni los automóviles, ni la luz eléctrica.

La nota fue publicada arriba, en una esquina de El Tiempo, en un momento en que no le daban página completa a nada. Pero tuve la suerte de que unos días después, el columnista de más prestigio en aquel país, el historiador Germán Arciniegas, la comentara y subrayara aquello de que hablábamos antes: el ritmo, el contraste con aquel mundo absolutamente desconocido por el resto del país y aquel tiempo perdido que sumía bajo la niebla a Paya, a Pisba, a Morcote…

Antes del mediodía me llamó don Hernando Santos Castillo, el gran gurú del periódico:

— No más noticias de Cundinamarca — dijo—. Lo tuyo es esto.

Pasé a depender directamente de él y poco tiempo después, yo escogía por lo menos el setenta por ciento de los temas. Todos fuera de Bogotá, porque entonces los periodistas estaban refugiados en las salas de redacción de los diarios.

En El Tiempo había cinco correctores de estilo, de los que aprendí parte de la técnica para narrar.

He insistido en la importancia de escribir luego de conocer cuanto sea posible los lugares donde ocurren las cosas. Lo vislumbraba leyendo las crónicas mucho antes de trabajar en periodismo. Luego aprendí que Colombia somos varias naciones culturales diferentes. La cultura son usos y costumbres: vocabulario, culto a la muerte, relaciones hombre-mujer, comida, creencias…

En ese sentido, por ejemplo, ¿qué tiene que ver la Guajira con el Amazonas? ¿Arauca con el Chocó? ¿Antioquia con el Huila?

En El Tiempo permanecí diez años, una experiencia que enriqueció mi vida. Se me viene a la cabeza en este momento un 22 de diciembre: llegué a la casa a las once de la noche, prendí la radio y escuché que Nicaragua había sido destruida por un temblor. Inmediatamente llamé a don Hernando Santos . El Tiempo tenía un avión que llevaba el periódico a algunas capitales intermedias y le dije:

— Deme el avión que la prensa se puede ir por otro medio.

— Llame al capitán Bernal y dígale que se vayan.  Yo autorizo ese vuelo.

— Llamé luego al tesorero de El Tiempo para que me diera dólares.

Total, desperté a todo el mundo y a las seis de la mañana estaba volando a Managua. Fuimos el segundo avión extranjero que aterrizó allá.

Cuando llegamos, recuerdo que le dije al capitán Jorge Bernal que me esperara un par de horas y me fui a la ciudad en “auto stop”.

Entonces, algunas veces yo tomaba mis propias fotos y cuando llegué a las calles del centro tomé un par de rollos que, desde luego, mostraban la destrucción y regresé al aeropuerto.

Luego, el 23 de diciembre, después de dormir en el centro de un parque, lejos de cualquier construcción, porque las réplicas del terremoto se repetían una y otra vez, una y otra vez, busqué el primer avión que había llegado con auxilios: iba a Guatemala. Me llevó y allí, a través de un télex, envié mi primera crónica. En aquel mundo del periodismo vivo, tenía un par de tarjetas internacionales que me permitían acceder a cualquier sistema de comunicación.

Luego, en otro avión, regresé a Managua. Al final del día busqué otro avión y repetí la historia. Normalmente aquellos no cobraban saliendo de Nicaragua porque su misión era acudir con ayuda, pero regresando sí. Como complemento de aquellas tarjetas resultaban vitales los dólares en efectivo con los que salía del periódico antes de cada viaje.

No siempre inmediatez

Este es un ejemplo de cómo manejar la noticia diaria, un ejemplo de la inmediatez. Sin embargo, el manejo de la crónica no siempre exige esa, digamos, fatiga. Maravillosa fatiga.

Por ejemplo, “Mi alma se la dejo al Diablo” mi tercer libro, es una historia que ocurrió en la selva y lo comencé a escribir tres años después. Sin embargo, más allá del tiempo, fue noticia. Y, además, fue un acontecimiento.

Y “El Karina”: esa es  la historia de un buque que venía con armas para el M-19 y al final de una historia de peripecias, de secuencias que van más allá de lo imaginable, y de lo que uno sea capaz de imaginar, precisamente por lo ilógicas, fue hundido por la Armada Nacional.

Durante las semanas que enmarcaron la noticia del buque y sus armas y su procedencia, unas veces de Guatemala, otras de Argentina, otras de los comunistas rusos,  me pareció que no había nada qué hacer porque, además de las “chivas” de cada mañana, no se sabía que hubiera testigos, o sobrevivientes, o `chuzmeros´que pudieran contar, siquiera alguna fracción de la historia.  Por lo menos la prensa no lo dijo.

Bueno, pues seis meses después vi a un militar que en un coctel gesticulaba, y en medio de una racha de palabras terminadas en “idos” y “utas”,  decía que sí había sobrevivientes de El Karina, aquel buque de “ones” y “utas”, pero que un juez corrupto y “uta” los acababa de soltar: eran tres guerrilleros.

(En aquel momento aún no les decían terroristas como acostumbraba Bush, de quien lo copió Uribe).

Bueno, cuando escuché aquello vi que acababa de nacer un gran libro… Una gran crónica.

Entonces habían pasado ocho meses desde el naufragio y el M-19 conversaba de paz con el gobierno de Belisario Betancur. Les habían dado una oficina en el Hotel Tequendama — que es de los militares retirados— y allí hablé al día siguiente con Navarro Wolf: le pedí que me dieran acceso a los tres guerrilleros sobrevivientes y una semana más tarde me dijo que fuera  al Cauca, donde estaban concentrados antes de entregar las armas.

Allí encontré a Álvaro Fayad, entonces jefe del M-19, quien ya sabía de mi visita. Me dijo que luego alguien me visitaría en Bogotá.

Efectivamente, me llamó el hombre que había coordinado parte de aquella operación. Hablamos muy largo, luego fueron apareciendo los sobrevivientes y más tarde busqué al resto de los personajes de la historia, en la Armada Nacional y en la Guajira.

La Guajira: vaya cortina de silencio. Menuda discriminación “Ñeda, el tipo es un cachaco, no joda”.

Entonces no tenía amigos en la Guajira. Allí solo conocía a Jairo Pinedo, alcalde de Riohacha, un hombre joven, culto. Un arquitecto con el mundo abierto en su cabeza.

Yo buscaba que me conectara con ciertos personajes porque parte de las armas que venían en el Karina fueron llevadas a la Guajira y escondidas en las caletas de unos marimberos arruinados, porque entonces ya los Estados Unidos eran el primer productor de marihuana del mundo.

Cuando se lo dije, Jairo pareció descontrolarse porque él realmente no conocía, ni tenía relaciones con ningún marimbero. Sin embargo, mientra pensaba en alguna salida dijo que  fuéramos a almorzar “arroz de camarón” en “Casaluminio”, un sitio a uno dos kilómetros del aeropuerto.

Jairo estacionó su carro y de pronto un costeño empezó a gritar, “ajá Germáncastro. Germáncastro, no joda” y se fue acercando. Se presentó como Jorge Gómez Van-Grieken:

Unos años antes habían puesto preso a Lucas Gómez Van-Grieken y a Emiro de Jesús Mejía, dos guajiros, acusados de lavar dólares, a quienes iban a extraditar a los Estados Unidos. Ellos hubieran sido los primeros:

Justo un día llegó al noticiero de televisión, que yo dirigía entonces, un oficial de la Armada Nacional:

— Mire: van a extraditar a estos hombres, ¿por qué no los entrevista? Nadie lo ha hecho y ellos tiene algo que decir— comentó.

Me fui a la cárcel Modelo y entrevisté a Lucas Gómez Van-Grieken — hermano del que me reconoció en “Casaluminio”— y me dijo frente a la cámara que  “extraditar a una persona era como darle los hijos a otro para que los corrigiera”.

Eso salió en el noticiero de la noche que contaba entonces con una gran sintonía.

Pero sucede que luego el juez prohibió que alguien más entrevistara a Lucas Gómez, de manera que los demás noticieros pidieron copia de la entrevista y la repitieron, muchas, muchísimas veces.

Bueno, pues finalmente no los extraditaron, y aquel mediodía en “Casaluminio” Jorge Gómez gritaba cuando me reconoció que había sido gracias a mí que no habían clavado a Lucas en una cárcel en los Estados Unidos, no joda.

Eso no era así, pero así fue como lo asumieron en la Guajira y por lo mismo, Jorge me preguntó qué hacía por allí. Qué quería, no joda.

Al escuchar aquello, no joda, Jairo dijo: “esto está hecho”.

Jorge me llevó a su finca, llamó a los guajiros del cuento y a sus compadres y a Jose (así, sin tilde), Jose Wild Choles, hombre inteligente y recursivo y les dio la orden de que hablaran conmigo. Eso fue lo más difícil de aquel trance.

Bueno, pues además de escuchar cada anécdota y cada secuencia de la aventura en cada sitio en el que ocurrió, yo tomaba fotos: varias desde ambas cabeceras de la pista clandestina por donde fueron reenviadas las armas al Caquetá, del puerto donde las descargaron en Dibulla, del camino por donde condujeron los camiones cargados con fusiles y con proveedores repletos de balas y cajas con más balas, y más balas…

Generalmente yo incluyo fotografías en los libros porque ellas reafirman que lo que ellos cuentan es la realidad: se llama, narrativa no-ficción.

Lo demás es la parte humana de cada paso, de cada secuencia. A lo humano yo lo llamo “el toque humano”. Pienso que el periodismo sin aquello, es como la vida plana: no vibra.

Objetividad, buen chiste

Cambiando de tema, en periodismo no ha habido, no hay ni habrá jamás objetividad, en cuanto haya seres humanos de por medio. A quien te hable de objetividad no lo escuches. A él lo dejó el tren. Es que hoy existen otros parámetros, otra visión, otra concepción en torno a la realidad que se cuenta. O se intenta contar. Por ejemplo, te hablo de equilibrio y precisión.

Vamos atrás: la crónica es el género mayor del periodismo y cuando la haces tienes que darle cabida a todos los puntos de vista de un hecho, a través de testigos de primera mano que han vivido la historia o que están muy cerca de ella: ese es el equilibrio.

—¿Cómo?

—Hombre, por ejemplo, entrevistando con detalles a la víctima, y, desde luego, al bandido. O terrorista, como dice Uribe —mi ídolo—, desde cuando escuchó a  Bush.  ¿Te acuerdas? Y entrevistar también al policía, pero también al cómplice del bandido y también al juez, y al testigo; y al director de la cárcel si es el caso.

Ahora: un ejemplo de precisión, que es el concepto que complementa al equilibrio, está, por ejemplo, en una crónica sobre el Tapón del Darién, ubicado por tierra en medio de la loma Las Aisladas y el río Atrato. Es un pantano. Como rincón selvático es malsano, húmedo, donde la lista de las enfermedades que se generan es interminable. Generalmente al enumerarlas tú siempre la encabezas  con el paludismo:

Entonces, la precisión consistió en buscar a un médico historiador, el doctor Soto, que me dijera, de aquella lista, cuáles enfermedades eran originarias del lugar. Él lo  primero que hizo fue eliminar la fiebre amarilla. Allí sí la hay pero esa no se generó en  Colombia sino que llegó en los buques con los esclavos africanos.

Allí, eliminar la fiebre amarilla se llama precisión.

Otro elemento de la crónica es el contraste. Las enfermedades contrastan con la belleza del Tapón del Darién, con la hermosura de los cardúmenes de peces azules y amarillos en la superficie de las aguas y con el concierto permanente de los pájaros.

Aquí inventaron hace unos años que existía “el periodismo investigativo”. Eso no es así. Es que en todos los géneros del periodismo es necesario investigar.

Y ahora, la TV

Después de El Tiempo sigue la televisión, aunque sigo vinculado a aquella casa editorial. Del periódico me retiré con una carta que don Hernando Santos después respondió diciéndome que le había llegado al alma. Allí le decía,  “A ti te lo debo todo”.

— Pero, ¿La TV?

Bueno, estaba yo en el periódico y un día me llamó el señor Fernando Restrepo, uno de los dueños de Cromos. Quería que lo visitara. Yo no pensaba cambiar El Tiempo por Cromos, pero fui a agradecérselo.

El señor Restrepo era socio de la cabeza RTI Televisión, la programadora más importante y más seria del país. Me reuní con él, pero no lo dejé hablar de Cromos sino de una idea de programa de televisión que yo tenía en la cabeza desde mucho antes: consistía en cambiar de medio llevando la crónica a las pantallas.

A él le llamó la atención y llamó a Fernando Gómez Agudelo, el hombre más importante que he conocido en ese medio, quien montó la televisión en Colombia cuando tenía apenas veintidós años; un melómano profundo. En dos palabras, un genio. Lo llamó y cuando lo vi allí, al frente mío, me parecía imposible que eso estuviera ocurriendo.

Bueno, pues respiré un par de veces y cuando logré despegar la lengua  le conté lo que pensaba.

Fernando no era de muchas palabras, y me dijo:

— Su programa se llamará “Enviado Especial”. Véngase para RTI.

Eso hice, me parecía mentira este logro pero me di cuenta de que la televisión tenía mayor cubrimiento, era otra cosa más allá del periodismo escrito; se rompían las barreras del analfabetismo. Tuve un entrenamiento de dos o tres meses y arrancamos. En ese momento había dos programas de televisión periodísticos que eran radio en televisión en los que hacían entrevistas en el estudio. Enviado Especial fue el primer programa que salió a recorrer el país y luego casi toda América Latina, Francia, España. Fueron 20 años, 1018 emisiones.

El primer programa se llamó “La selva”. Estuvimos un mes en diferentes puntos en el Vaupés. En ese momento estaba comprometido en matrimonio con la periodista Gloria Moreno Bejarano, mi esposa, y por irresponsable proyecté este viaje a pesar de que por cualquier inconveniente —usted sabe, la navegación en ríos casi desiertos, la misma selva, la carencia de vuelos—pues de golpe no hubiera podido regresar a tiempo. Pero tuve suerte y llegué a tiempo.

La travesía del páramo de Pisba, de donde salió José Bernal con unas calaveras cubiertas de moho, no la conocía el país y allí realizamos un par de programas de televisión haciendo el mismo recorrido de Santander y Bolívar pero al revés, porque no había mulas del llano que subieran hasta 3.800 metros de altitud: de Socha, en Boyacá,  subimos hasta lo alto del páramo y luego bajamos hasta coronar Nunchí, en los Llanos de Casanare. Estábamos recién casados, así que nos fuimos Gloria y yo con dos arrieros y un amigo que hacía de ecónomo administrando las mulas de la comida.

En otra ocasión fuimos a Haití a realizar una crónica de televisión sobre el Budú y Gloria otras muy buenas, muy interesantes para El Tiempo, pero la verdad es que viajábamos juntos muy pocas veces.

¿Para qué la paz?

Creo que algo conozco el país pese a lo cambiante que es de acuerdo con las generaciones y con las diferentes situaciones políticas pero, sin embargo,  siento estar centrado —quizás esté equivocado, quizás no—, con mis posiciones políticas o con mi análisis.

Para mí, la política nunca fue una opción: tengo un posición que jamás ha sido liberal revisionista o conservadora. Jamás fui de izquierda. Creo que mi tendencia era el liberalismo doctrinario. Mi papá me enseñó que había una doctrina que te alineaba con el liberalismo, pero ha desaparecido. Es que aquí cualquiera cambia sus creencias según el dinero que haya en el presupuesto. Claro, en algunos casos. Ser liberal implicaba el progresismo, mirar hacia delante, no aceptar absurdos frente a la mujer.

Para mí, este es un país de ultra derecha: por ejemplo, si hoy hablas de paz te quieren matar. Es un país que ante todo desea continuar navegando en la sangre. En este sentido, un país de tercera categoría que no acepta que para frenar cinco siglos de violencia, desde el mismo día que cristalizó la invasión de América, aquí no se trata solamente de meter a unos guerrilleros a la cárcel sino de cortar con un baño de sangre.

En términos generales, yo creo que, con excepciones, este es un país fascista en el que desaparecieron las ideas verdaderamente liberales. Si uno tiene un enorme deseo porque haya paz, debe callarlo en público.

Nuevamente repito: el final de los diálogos no es solamente llevar a unos guerrilleros a la cárcel. Claro, ellos tendrán que pagar, desde luego tendrán que hacerlo, tal vez como los paramilitares que fueron condenados a ocho años —y los pagaron en cinco—, pero, repito: más allá de castigarlos se trata de detener un baño de sangre.

No más cliché

Los que realmente no conocen nuestra historia ahora viven recitando el  cliché según el cual hace cincuenta años estamos en guerra. ¿Cincuenta? Por favor. Cuales cincuenta si Colombia lleva manando sangre algo más de cinco siglos, desde el mismo desembarco de Colón: él cuenta en su diario que, una vez con los pies en tierra, sacó su espada y cuando alababa a los reyes de la Madre España y les dedicaba su gesta, se le acercó un indígena que, atraído por el brillo del metal bajo el sol, la acarició con sus manos:

El descubridor esperó a que apretara los dedos y entonces haló el arma: la espada le destrozó las manos. Ese fue el primer caudal de sangre que manó América como comienzo del holocausto más grande que ha sufrido la humanidad en su historia.

Es que Colonia y Conquista fueron sangre. En Colombia, la Independencia fue sangre.

Mire, para los que viven repitiendo eso de que “esta guerra lleva cincuenta años”, allí veo en la biblioteca un libro de Darcy Ribeiro que, entre otros, cita a Diego Montaña Cuéllar. En él anota, déjeme leerle tres líneas, solamente tres líneas. A ver: “Solamente entre 1830 (luego de la guerra de independencia) y 1900, ocurrieron en Colombia veintinueve alteraciones constitucionales, nueve grandes guerras civiles nacionales y catorce locales, dos guerras con el Ecuador, tres cuartelazos y una conspiración fracasada”.

Pero estos fueron apenas simples preámbulos que desembocaron en lo que se ha llamado La guerra de los Mil días: mil días de horror en los cuales perdieron la vida cien mil colombianos.

Digamos que la sangre se detuvo entre 1903 y 1930, descartando la Matanza de las Bananeras, en la cual el ejército de la patria al mando de “mi” general Carlos Cortés Vargas —que a su vez actuaba bajo las órdenes de la United Fruit Company—, en Ciénaga, Magdalena asesinó a sangre fría a más de dos mil campesinos que pedían salarios que les permitieran medio vivir.

Luego subió al poder Enrique Olaya Herrera: hablábamos de 1930, y —qué mala memoria, hoy no lo recuerdan— los liberales comenzaron a asesinar conservadores. Luego se cambiaron los papeles y del rescoldo liberal emergió lo que llamaron “la chusma” como decían los conservadores.

Precisamente de esa chusma, fue de donde surgió Tirofijo, a quien luego penetró el Partido Comunista Colombiano y nacieron “La Far”, como dice mi ídolo.

Fíjese que no nos hemos detenido desde cuando el invasor hizo refulgir su espada bajo el sol y aquel mártir la acarició con sus manos.  Fíjese que no nos hemos detenido luego de cinco siglos. Eso explica por qué el país quiere más sangre:

¿Paz? ¿Eso qué significa?

Colombia no concibe la paz porque su cultura profunda, su costumbre ha sido la de la sangre.

O, ¿No?

Hitos de paz

Claro que firmando tiene que haber todo un proceso de desmonte como lo ha habido con el M-19 y como lo hubo con el EPL. Yo creería que ya no surgen más movimientos porque deben haberse dado cuenta de que la guerra de guerrillas no tiene nada qué hacer, está mandada a recoger.

Ahora, fusilar a los guerrilleros no significaría jamás el fin de la violencia. El final de de estos ríos de sangre y crueldad será únicamente un acuerdo de paz. Después se deberá surtir un proceso de cuatro o cinco años para desmontar barbaridades, para devolver las tierras que le han quitado a la gente, para acabar con las minas que están sepultadas. En eso ya se está trabajando. Luego deben venir otra cantidad de cosas.

No creo que sea factible acabar con el negocio del narcotráfico, porque estamos en el área de influencia de la nación más viciosa de la humanidad, como son los Estados Unidos. Es que ellos fueron quienes nos impusieron el narcotráfico, quienes lo impulsaron en Colombia y lo hicieron florecer con sus dólares, sus pilotos y su vicio.

La investigación previa para escribir «Nuestra Guerra Ajena», que es mi libro más reciente, me tomó algo más de tres años, obteniendo documentos en Vietnam, en Washington, Nueva York y Buenos Aires.

La historia es sencilla: ante la invasión de los estadounidenses, los vietnamitas respondieron, digamos, con una guerra de dos faces: la de guerrillas, en la cual los destrozaron, y la segunda, un plan a fondo para enviciarlos, inicialmente con marihuana y, como decían ellos, “minar el futuro del imperio”.

Bueno, pues… ¿Usted recuerda el festival de rock en Woodstock, cinco años después de la invasión? ¿Recuerda haber visto en el cine del mundo a medio millón de jóvenes gringos trabados con marihuana gritando “haga la paz y no la guerra?

Bueno, y, por allá a mediados del año 97, usted debió haber leído en los diarios que durante la Asamblea General de la ONU, en Lima, el presidente de la delegación estadounidense, un señor de apellido McLarthy, dijo públicamente… Así, muy calmado, dijo que los Estados Unidos, con menos del cinco por ciento de la población del mundo, consumía la mitad de la droga que producía el mundo?

Para mí ese es el parte definitivo de la derrota de los yanquis en Vietnam.

Pero lo cruel, lo terriblemente cruel es que nosotros pasamos a ser parte de las víctimas de esa invasión a Vietnam.

Bueno, pues, en el libro se explica cómo los Estados Unidos, con el cuento de la lucha contra el narcotráfico —que ellos organizaron y estimularon y financiaron en Colombia— , los Estados Unidos, decía, organizaron en nuestro país lo que se llama en términos de guerra, una cabeza de playa, en las bases militares de la costa de la selva  amazónica.

Cabeza de playa mirando hacia Suramérica como parte de una  estrategia para tomarse el agua dulce de América del Sur, uno de los grandes yacimientos de la tierra.

Primero porque Estados Unidos atraviesa una crisis de agua dulce que ni sus propios medios de comunicación lo mencionan. Es que, por ejemplo, el Río Bravo no llega al mar hace ocho años. Y por otro lado, tienen contaminada el algo más del cuarenta por ciento de sus aguas subterráneas.

Y, además, porque hoy, quien controle el agua dulce controla la vida, de manera que los gringos andan tras la Cuenca Amazónica, tras el Acuífero Guararí y detrás de toda la riqueza hídrica del Cono Sur.

Menuda estrategia: hablar de la lucha contra el narcotráfico. Ellos, los mayores consumidores de la humanidad.

Pero, además, cuál Plan Colombia, si en él nosotros invertimos, por lo menos el ochenta y cinco por ciento de los recursos y el dinero que ellos invierten es para pagar en su propio territorio a sus propios mercenarios. Para pagarle a la Dow Chemical y la Monsanto los ríos de glifosato que producen ellos.

Es que el único país del mundo donde se fumiga en la forma como lo hacen con sus aviones, es Colombia.

Ahora los mismos dicen estar alarmados porque se disparó la producción de cocaína. Es que ellos son cada día más viciosos y, por otro lado por el  negocio mismo. Es que los mexicanos son ahora los que pasan y distribuyen la droga, hombre, pues porque ellos son los que controlan su propia frontera.

Hoy para ganar más, los traficantes colombianos tienen que producir más.

Y hoy, un fiasco como es el Procurador General de la Nación, se opone a que sea suspendido el baño con glifosato, pues, sencillamente le importa un carajo el concepto de los científicos. Ellos llevan por lo menos tres décadas advirtiendo que los herbicidas o matamalezas esparcidos desde aviones y sin ningún control han arrasado nuestras selvas, nuestros ríos. Óigame: es que han lesionado en forma grave a millones de seres humanos en los campos. Creo que él es incapaz de pensar que la Dow Chemical y la casa Monsanto de los Estados Unidos —quienes lo producen—, son los reales ganadores de esta guerra de destrucción.

Mire: resumiendo, pienso que semejante tragedia terminará para Colombia el día que logren coserle las narices a los gringos.

Escribir libros

Los libros llegaron a mi vida cuando salí de El Tiempo. Por esos días había conocido  a un señor de una editorial que apenas comenzaba: Carlos Valencia. Él me invitó a que hiciera un libro de crónicas, que desde luego ya habían sido publicadas en el periódico.

Bueno, pues en un principio me pareció que eso era algo así como trampear, pero a Gloria le sonó y me animó: ella tiene un gran sentido periodístico.

Finalmente el libro se llamó “Colombia Amarga”, crónicas sociales. Luego, me dijeron que iban a imprimir mil libros. Me pareció que estaban locos: no tendrían cuándo venderlos.  Pues se agotaron en algo así como dos meses. Hoy, cuando sale de la editorial la edición número cincuenta para Colombia, el libro supera el medio millón de ejemplares leídos.

Desde luego, quiero a todos mis libros, pero los primeros para mí son especiales: “Perdido en el Amazonas”, “Mi alma se la dejo al diablo”, “El Karina”, “El Alcaraván».

“Mi alma se la dejo al diablo” es la historia de un hombre que fue abandonado en la selva y finalmente murió allí, pero dejó una especie de diario, una especie de testamento que, ya enloquecido, escribió en la última página lo que es el título.

El esqueleto de este hombre fue hallado en lo que hasta entonces fue una zona más o menos virgen: río Yari.

Supe de aquello y a los seis meses logré la manera de llegar al sitio: un avión anfibio de la Fuerza Aérea Colombiana en la base de Tres Esquinas. Le pedí ayuda al director de El Tiempo y me lo prestaron.

Por fin, en el campamento me encontré con el esqueleto debajo de un toldillo. Hasta ese momento, allí no había ninguna autoridad.

Bueno, pues al lado del toldillo encontré  un cuaderno, lo traje, se lo entregué a un juez y continué investigando durante dos años y medio en esas selvas, en Cali, en Neiva, desde luego en Florencia, en Villavicencio y para rematar, en Austria: Attnang Puchheim, una aldea, un lago, un tercer diario personal, un antropólogo que había estado atrapado en aquel campamento. El libro comienza con la reproducción del manuscrito del muerto: “Mi alma se la dejo…”. Acuérdese que yo escribió narrativa no-ficción.

Bueno, y «El Karina», el buque cargado con fusiles del que hablábamos, comienza con un mosaico de titulares de prensa que hablan de su hundimiento en el Pacífico. Mire lo que es la inmediatez de la prensa en muchos casos: cuando terminé el libro, comparé la historia que había comprobado  con aquellos titulares. Y por Dios, allí  no había uno solo que se  acercara a la realidad.

El libro salió tres años más tarde y fue noticia de primera plana.

Premios

Generalmente no toco ese tema: es el pasado y yo miró hacia adelante.

Bueno, los premios comenzaron en el año setenta: son varios. Podría decir que el primero me lo dio Germán Arciniegas con el reconocimiento que hizo de mi crónica sobre las calaveras del Páramo de Pisba. Entonces había un solo premio llamado Premio Nacional de Periodismo, que otorgaba la Fundación Caicedo del Valle del Cauca. Ellos no son de mi familia, no los conocía, son azucareros, dueños de ingenios; ese fue un premio de  gran prestigio. Luego han venido, creo que unos siete más en Colombia. Pero para mí los más satisfactorios son el Caicedo, el premio Mergenthaler otorgado por la Sociedad  Interamericana de Prensa. En Alemania el Prix Futura. En España con El Karina el premio al mejor libro de narrativa no-ficción publicado allí en los años ochenta.

Colofón

Pienso que, definitivamente, mi vida profesional la han determinado dos mujeres: mi madre y mi esposa:

La formación que nos dio mi madre, primero de honestidad, la necesidad de la lectura, por el estudio.

Gloria, la gran compañera de mi vida: mejor periodista que yo. Nos conocimos  en El Tiempo. Ella había estudiado periodismo en la Universidad Bolivariana de Medellín, se fue luego a España, estuvo un año buscando una especialización, pero con Franco en el poder lo que no había allá era libertad de expresión. Entonces buscó a París y llegó otro año después al periódico:

Un mes y medio después de conocerla le pedí que se casara conmigo: dijo que sí, pero con mi sueldo. Había que esperar. Sin embargo, al mes y medio fue cuando me llamaron de Cromos, pero entré a la televisión, diez veces más sueldo:

— Gloria, pon tú la fecha.

Tenemos una hija, Catalina, que siempre dijo que lo único que no quería ser era periodista. Hoy es arquitecta, vive y ejerce en París, tiene dos niñas y un esposo magnífico. Lo conoció hace diez años terminando un postgrado en arquitectura contemporánea. Él se llama Renaud Blanchet: se enamoraron y a los ocho días decidieron casarse.