LA RUBIERA

LA RUBIERA

El jueves 8 de junio serán juzgados en audiencia pública seis hombres y dos mujeres que dieron muerte con revólveres, hachas y garrotes a 16 indios cuivas, entre seis meses y 45 años de edad, en un fundo de Arauca cercano a la frontera con Venezuela.

El juicio ha sido considerado desde las primeras diligencias —-hace cuatro años y medio—- como «algo especial» en los anales de la justicia colombiana porque, para los jueces, no encierra solamente un episodio más de violencia tropical, sino el resultado de una lucha ancestral que se inició con la conquista de América.

En él parece ponerse en evidencia la realidad de la legislación colombiana, que en materia penal fue copiada del código italiano, un país donde no hay selva, indígenas ni colonos.

Por eso la conclusión de los administradores de justicia —-un mes antes de su culminación—- es que en el caso «la realidad supera la ley», y que a nuestros legisladores se les olvidó aquella recomendación del Siglo de las Luces según la cual, «las leyes deben ser adaptadas a la índole de nuestros pueblos».

Imagen de WhatsApp 2024 06 27 a las 23.23.11 c65d2955

En el siguiente relato, tomado del sumario de 635 hojas, el lector hallará uno de los casos más sangrientos de nuestra historia delictiva. Sin embargo, no lo es más que el de la familia Manson, o que el que reconstruyó Truman Capote, sucedido en un pueblecito de Kansas, donde fue asesinada una familia completa.

«La matanza de La Rubiera» —-así se llama esta historia—- tiene como protagonistas a seis vaqueros que nunca habían visitado una ciudad y que aprendieron a leer y escribir en la cárcel, donde nació el hijo de uno de ellos.

Pertenecientes a una región donde el progreso parece haberse detenido un siglo, ellos, sólo ahora, después de cuatro años encerrados bajo mugrientos focos de luz eléctrica han comenzado a comprender que el indio no es «un animal dañino», como se les inculcó desde cuando tuvieron uso de razón.

Por eso, sus confesiones en el momento de ser capturados son escuetas. En ellas se advierte un increíble afán por atribuirse las muertes violentas de los indios y una extraordinaria naturalidad para rehacer lo sucedido una tarde del verano llanero de 1967.

En contraste presentamos la visión de esos mismos seres hoy, cuando dicen:

«Desde pequeño a mí me enseñaron que los indios son dañinos y que hacen males. A mí  me enseñaron a odiarlos. Hoy por medio de la civilización uno sabe que son cristianos igual a uno. Yo no sospechaba eso antes» (Entrevista con el acusado Luis Morín).

Los pasajes de una violencia salvaje que siguen a continuación parecen ser, además, el fruto de la rudeza del medio en que se cría un hombre diferente al del resto de Colombia (el llanero), en contraste con nuestra «civilización», bajo cuyas leyes se está adelantando este juicio.

* * *

La pesca en el río Capanaparo no había sido abundante para Anselmo Aguirre (venezolano) y Marcelino Jiménez (colombiano) la mañana del 25 de diciembre de 1967. Sobre el mediodía, cuando el sol comenzó a achicharrar, vieron sin embargo algo que les hizo sentir hormigueo en la boca del estómago:

Aguas arriba remontaban tres curiaras (botes) ocupadas por 18 indígenas que venían de El Manguito..

«Matemos a estos bichos aquí mismo camarita», le dijo Aguirre a Jiménez, pero éste pensó un segundo y respondió: «Aquí no camarita, porque se pueden escapar algunos».

Los hombres tuvieron tiempo para parlamentar algunos minutos y acordaron, por fin, buscar un escenario más apropiado. Sería el hato de La Rubiera en donde les darían abundante comida y algunos regalos.

Los indígenas accedieron e iniciaron un largo recorrido, primero por río y posteriormente a pie.

Aguirre y Jiménez cubrieron la travesía por tierra y llegaron la tarde del 26 al hato, donde le dijeron a su administrador, Luis Enrique Morín: «Unos indios vienen a robarse la yuca y a matar los cerdos; hay que darles muerte».

Planearon la operación y reunieron a los vaqueros Eudoro González, Celestino Rodríguez, Cupertino Sogamoso, Pedro Ramón Santana, Luis Ramón Garrido y Elio Torrealba.

Al atardecer del 27 llegaron por fin los indígenas pidiendo comida y algunos de los vaqueros los atendieron mientras el resto se había escondido en una habitación para dar más tarde el zarpazo.

Los indígenas se sentaron en el piso de un corredor y pacientemente esperaron algo de comer, mientras María Helena Jiménez y María Gregoria López trabajaban en la cocina.

Una señal

«La comida les fue servida en la mesa en un platón, porque ellos no necesitaban cubiertos; comen con las manos y si es caldo lo tragan a boca de olla», relató ante los jueces Luis Morín.

«Cuando ellos rodearon la mesa yo fui a la habitación y di tres golpes, que era la señal convenida, y los demás salieron por la puerta y las ventanas. Y ahí fue cuando los indios salieron para afuera y ahí fue que comenzamos a matarlos. Bueno, el primero que yo maté fue un indiecito pequeño, de un machetazo. El segundo lo matamos con Carrizales, con un revólver. El tercero lo matamos con Anselmo Aguirre: ese estaba herido y yo lo apuñalé con un cuchillo. Y la otra era una india pequeña. Le di dos balazos. También maté una india pequeña con revólver y le di el balazo por la espalda…»

Sogamoso

Cupertino Sogamoso fue el último en abandonar el escondite. Cuando saltó al patio ya se había producido la desbandada. «Tenía una maceta (garrote grueso) y corrí detrás de uno que iba tirado (herido) con revólver y cuando le di con la maceta por un costado lo acabé de matar. Volví a la casa y luego me regresé a la ranchería donde estaba trabajando.

«Al indio herido a bala lo rematé de una puñalada y lo atajé y ahí quedó muerto. Luego corrí a una niña como que fue y le di una puñalada en la barriga y fue a caer más adelante».

Al margen de la escena, las dos mujeres, María Helena Jiménez y su compañera, luego de servir la comida se refugiaron en la cocina, por orden de su compañero, donde trataron de esconder a los niños que, sin embargo, presenciaron toda la escena.

En el centro del patio, con el tórax metido entre el platón de comida habían quedado dobladas dos indias, frente a las cuales quedó una tercera que trató de meterse bajo la mesa.

Pero chocó con Eudoro González quien corría en busca de una ‘presa’. «Ella se me atravesó —-dice González en su indagatoria—- y entonces le di un machetazo en la nuca y cayó al suelo y estando en el suelo le di tres machetazos más. Cayó boca abajo. Al principio la india se quejaba porque había quedado medio moribunda y ahí fue cuando le di otros tres y ya quedó muerta. Esa india tenía como ocho años de edad. Regresé a la casa y me encontré con otra que iba saliendo por la esquina del alambre de la palizada y la alcancé también y le di un macetazo (garrotazo) por la nuca y también cayó al suelo y en el suelo le di cuatro más y ahí murió. Esa no se quejó. Del primer macetazo que le di, quedó quieta. Tenía como unos 18 años. Tenía vestido amarillo y calzones negros… la primera que maté cargaba guayuco. Luego me sirvieron la comida y me fui a acostar».

El remate

Solo quedaban dos sobrevivientes, encaramados en un árbol cerca de la casa, desde donde vieron la matanza de sus familiares: los indígenas Antuco y Ceballos, quienes más tarde darían la noticia en su poblado de El Manguito.

Abajo estaban tendidos, destrozados y sangrantes, Ramoncito (30), Luisito (20), Cirila (45), Luisa (40), Chain (19), Doris (30), Carmelina (20), Guáfaro (15), Bengua (14), Aruse (10), Julio (8), Aidé (7), Milo (4), Alberto (3) y un niño sin nombre que estaba siendo amamantado por su madre, Doris.

Sin embargo, aún se escuchaban algunos quejidos de los moribundos, y «entonces Anselmo me llamó para que yo apuñaleara al indio que estaba herido detrás de la casa, en la sabana, frente a un alcornoque» (Luis Morín declara).

«Yo fui y vi al indio que estaba boca abajo que batuliaba para pararse y entonces yo lo apuñalé con una puñalada en la espalda sobre el pulmón izquierdo. Le enterré el cuchillo como unos cuatro dedos y entonces, el indio se volteó patas arriba y ahí se murió… Ese tenía como unos 24 años. Pero quiero agregar que cuando maté al indio de 8 años, como vi que había quedado vivo y como se me había acabado el peltrecho, le di también un macetazo. A una india zagaleta, como de siete años de edad, la logré alcanzar porque la indiecita iba corriendo, pero le di el primero por la nuca y ahí se cayó. Luego la agarré en el suelo. Yo no sabía que era malo matar indios».

Fin del drama

La mañana siguiente fue tibia. Un poco antes de las siete, los hombres que habían dormido en el hato, «sin hacer ningún comentario, sin decir nada porque, ¿para qué?», se dispusieron a esconder los cadáveres de los indígenas.

Trajeron cuatro mulas y ataron los cuerpos por parejas a las colas, y se fueron hasta un claro de sabana donde hicieron un arrume.

María Helena Jiménez recuerda que en ese momento, «cuando estábamos cargando los cadáveres, escuché que una indiecita se quejaba, pues tenía una puñalada en el pecho y entonces el compadre Helio Torrealba la acabó de matar dándole un machetazo en la cabeza, por la frente, y la indiecita quedó quietica».

Luego, María Helena ayudó a arrastrar a otro hombre y a otra mujer. «Él era ya viejo y grande. Tenía pantalón y camisa. Yo no me acuerdo del color porque estaba muy revolcado ese bicho. La mujer era una india vieja, de unos 38 y tenía un camisón pintado, era un trapo viejito, deschilangadito; tenía una herida de un balazo que le entró por el espinazo y le salió por la barriga».

«Los cadáveres fueron amarrados por las patas; se hizo en la sabana un solo montón de indios que quedó de una altura de un metro de alto, más o menos, y los niños fueron colocados encima de todos los cadáveres. Los hombres les echaron leña encima, palma, guadua y les regamos un galón de gasolina. Ahí duraron quemando más de un día… luego les regamos huesos de vacas muertas para que no se notara… a los 18 días vino el gobierno y nos puso presos».

¿Inconsciencia?

A lo largo del proceso, los acusados han tenido varias entrevistas con los jueces. De ellas sobresalen algunas que extractamos del sumario, en forma textual:

Cupertino Sogamoso

Juez: «¿No cree que matar indios es un delito?»

Reo: «Yo no creí que fuera malo ya que son indios. Los indios de allá claro que no son tan belicosos, a la gente no le hacen nada, pero sí matan los animales».

Eudoro González

Juez: «¿Qué lo indujo a matar esos indios?»

Reo: «Porque nos dijeron que venían a robar. Claro, ellos llegaron en forma amistosa porque saludaron y preguntaron si había comida».

Juez: «¿Ellos estaban armados?»

Reo: «No. Sólo uno tenía un cuchillo, los demás una varitas».

Anselmo Torrealba (venezolano)

Juez: «¿Ha matado antes indios?»

Reo: «He matado antes seis indios en el año 1960 y los enterré en el sitio llamado `El Garcero’.

Juez: «¿Qué otras personas han participado en la matanza de indios?»

Reo: «Rosito Arenas que vive en Mata Azul, cerca de Lorza; José Parra, Deca de Lorza, Esteban Torrealba, mi tío».

Eudoro González

Juez: «¿Es costumbre de la región matar a los indios?»

Reo: «Yo he oído decir que más antes don Tomás Jara dizque mandaba matar a los indios. Por eso ese día yo maté a esos indios porque sabía que el gobierno no los reclamaba ni hacían pagar el crimen que se cometía».

Pedro Ramón Santana

Juez: «¿Por qué lo hizo?»

Reo: «Yo no sabía que eso era malo, que lo castigaban a uno, pues en caso contrario no lo hubiera hecho».

El juicio, que se iniciará a las ocho de la mañana del próximo 8 de junio, durará aproximadamente una semana, durante la cual se deliberará en forma continua hasta las primeras horas de la noche. Mientras tanto, según la leyenda guahíba, «por la sabana continúan gimiendo, cansados, 16 espíritus que esperan que su muerte se borre con sangre para poder dormir tranquilos».

Cuando los ocho sindicados hayan llegado al final de estas escaleras angostas, penetrarán en una sala pequeña, calurosa, atestada de gentes que querrán ver de cerca a los «monstruos» que sacrificaron a los 16 indios Cuivas la tarde del 27 de diciembre de 1967 en las llanuras de Arauca.

Para María Helena Jiménez (28), María Gregoria López (37), Cupertino Sogamoso (30), Eudoro González (32), Pedro Ramón Santana (24), Luis Ramón Garrido (32), Marcelino Jiménez (22) y Luis Enrique Morín (33), comenzarán unas horas interminables durante las cuales se estarán jugando la libertad, o condenas de quince a veinticuatro años.

Se les juzga por el delito de asesinato, calificación para la cual las leyes colombianas establecen las mayores penas de presidio. Hasta sus ocho bancas, estos vaqueros traen una calificación «más que sobresaliente», dada por el consejo de disciplina del penal de Villavicencio.

«Durante los cuatro años y medio de reclusión que llevan hasta ahora, entre 470 penados han sido los de mejor conducta. Nunca han sufrido un castigo, y han pasado el tiempo en patios distinguidos, por su excelente conducta. Señor, es que con el más peligroso de estos hombres yo me interno tranquilo en la más espesa de las selvas» (Abogado Rafael Galindo La Rosa, asesor jurídico del penal).

Otros valores

Los ocho araucanos, que sólo en la cárcel comenzaron a descubrir cómo es Colombia, porque antes nunca habían salido a ninguna ciudad, han comprendido también —-entre los muros de la cárcel—- cuál es la noción del tiempo y la distancia, valores que no existen para el llanero, criado en una sabana sin cercas, sin escuelas, sin relojes («Para ir donde la policía secreta de Arauca caminé cinco días… ¿Lejos? Eso no es lejos en el Llano», confiesa Marcelino Jiménez).

Tampoco entienden por qué un grupo de hombres que saben otras cosas diferentes a las que ellos aprendieron en su medio, los quieren castigar. «Eso es como si a usted lo matan hoy en la cárcel por saber leer y escribir» (Luis Ramón Garrido).

Herencia

«Quien en este caso se acerque a la realidad objetiva, encontrará que este no es un fenómeno de un enero reciente, sino un problema que comenzó en 1492 y se ha mantenido durante toda nuestra vida institucional», dice el abogado Carlos Gutiérrez Torres, hoy fiscal superior de Villavicencio, y quien inició la instrucción criminal por la muerte de los Cuivas.

Gutiérrez Torres, quien enfocó las primeras diligencias confiesa que se encontró frente «a algo que se me salía del código», y relata algunas anécdotas. Con ellas, quiere pintar el medio en que se cometieron los crímenes «totalmente diferente al nuestro, por el atraso».

Para él, la rudeza de los hechos es la misma que aquella naturaleza salvaje le ha transmitido a los reos, desde el momento de nacer sobre la misma tierra pisada de una choza llanera.

Las anécdotas

«Cuando hice las primeras diligencias, me quedé de una sola pieza. Eso no está en ningún código dije, porque encontré que tan pronto detuvimos a los acusados, éstos hicieron una confesión plena de todo. Estimaban que su acto, tan repetido en ese medio, era una hazaña. Y un delincuente peligroso calla y oculta su delito, busca evadirse, y esta gente no.

«Todavía recuerdo el primer diálogo con Morín: Doctor, me dijo, pues yo maté al de junto al gallinero… al de al pide de la cocina y rematé a uno que había junto a la talanquera; ¡dos y medio son míos doctor!»

«Luego hice la citación a un testigo más original de la historia: volábamos en avioneta y nos lo encontramos pastoreando una madrina (manada) de toros por entre la sabana inundada. Lo único que teníamos a bordo era un pato muerto, que habíamos cazado antes… Entonces, tomé el pato, le até la boleta y lo lanzamos por la ventanilla. Quedó flotando en el estero. A las dos horas llegó un hombre al hato con el pato en el hombro y me dijo: ‘Yo soy Bernardino Blanco, ¿quién me necesita? ¿Para qué soy bueno?’

«El Llano es eso. Difícil, rudo, brutal como los gallos de pelea que encontré en otra casa. ‘¿Por qué tienen esa afición tan salvaje?’, pregunté. Y me contestaron: ‘doctor, porque aquí la única distracción es esto. Y el aguardiente».

Finalmente el abogado Gutiérrez Torres (no interviene ahora en el caso) concluye: «Con condenar a esta gente no se resuelve el problema nacido desde el comienzo de nuestra historia. Es necesario, más bien, que Colombia vuelva los ojos sobre este medio social».

Los acusados

En un prolongado diálogo que buscaba saber «qué tienen dentro estos hombres y estas mujeres», pudimos ver la otra cara del juicio. Todos ellos hablaron mirándonos a los ojos, con desparpajo, con esa extroversión sincera del hombre llanero.

Estos son algunos apartes de la entrevista:

Luis Morín

—- ¿Qué piensa ahora de aquello que sucedió en el Capanaparo?

—- Cosas muy distintas a lo anterior, doctor. Esta cárcel me ha servido para mucho. Es que no sabía cómo eran las leyes. Yo creía que todo era como en la llanura…

—- Antes de venir ¿qué ciudades conocía?

—- Pues Arauca, y eso que iba poco… uno por lo pobre…

—– ¿Qué pensaba de los indios?

—– Que matarlos era como un juego y que eso no tenía castigo. Pero hoy día ya sé que es malo.

—- ¿Qué le enseñaron del indio?

—- Pues allá los catalogan como animales salvajes.

—- ¿Y quién se lo enseñó?

—- Pues desde pequeño. Me enseñaron que ellos son muy distintos a uno, en el modo de vestir y en todo. Pero hoy día por medio de esta civilización ya uno sabe que son cristianos igual a uno. Yo no sospechaba eso antes.

Pedro Ramón Santana

—- ¿Por qué mató usted a esos indígenas?

—- Doctor, porque ellos son dañinos y hacen males y a mí me enseñaron eso: a odiarlos y como allá no hay civilización como aquí. Pero uno desde que ya piensa, empieza a darse cuenta de lo que es la vida. Uno vive en una región muy olvidada. Me doy cuenta aquí en la cárcel porque uno se supera…

—- Nosotros al caer a la cárcel habíamos unos que no sabíamos firmar. Hoy en día leemos prensa, periódicos, lo que nos cae.

—- ¿Por qué se dejó poner preso?

—– Claro, ya no somos los ingenuos de hace cuatro años; pero nosotros no sabíamos que eso era un delito y nos quedamos cada uno dedicados a nuestras labores durante 18 días. Luego nos capturaron. Se nos preguntó a nosotros y nosotros no negamos. ¿Por qué? Porque creíamos que eso era una broma. Pero, hoy es otra cosa… Hoy en día hemos reflexionado la realidad y nos damos cuenta de que cometimos un delito… Por lo que hemos aprendido aquí en la cárcel con unos que están por robo, otros por otras cosas, lo hacen ver a uno que ha vivido lejos del mundo, totalmente ausente.

—– ¿Cómo imaginaba antes a Colombia?

—– Pues algo así como el Llano, porque de una población a otra hay bastante distancia y los pueblos son totalmente olvidados. Pero es ahora que he venido a darme cuenta de que hay ciudades más adelantadas, de que uno se dedica a leer prensa, revistas…

Una idea fija

—- Nosotros ya nos dimos cuenta de que para ser bien en la vida hay que estudiar. Nosotros buscamos aquí en la cárcel a los profesores que nos enseñaron. Porque es muy triste que para firmar cualquier papel, como fue el día de la firma del poder al abogado, hayan tenido que tomar nuestras manos y firmar ayudados. Hoy día ya no tenemos esa lidia.

—- ¿Usted está resentido con sus padres por lo que no lo mandaron a la escuela?

—- En cuanto a mis padres no, porque ellos sí tuvieron esos intereses. Hoy me doy cuenta de que desafortunadamente la región está muy olvidada. Yo no tenía escuelas… Yo más bien hoy no perdono es la dejación del gobierno directamente, porque sabiendo que eso es de Colombia, ¿por qué nos tienen tan olvidados?

Morín

—- ¿Qué piensa hoy de sus tres hijos?

—- Nada más sino que estudien y aprendan. Pero yo soy pobre. Cuando salga de aquí trabajaré para darles estudio… Hace unos años pensaba, pues que en cuanto a eso uno por allá es muy bruto y más bien lo que ambiciona es aprender del Llano y no en el estudio que es lo que le sirve a uno…

—- ¿Cuando pequeño qué era lo que más ambicionaba?

—– Aprender a amansar un potro, porque desde que nací vi que los hombres hacen eso… Y ambicionaba conocer las estrellas para poderme guiar en el Llano. Antes yo pensaba que para qué le va a servir a uno un libro en el Llano, ¿Qué tal ponerse a leer y no saber colear o capar novillos o nadar bien?

Ramón Garrido

—- ¿Por qué lo hizo?

—- Yo lo único que hice fue la matada de la indiecita y de dos indios que iban más muertos que vivos. Pero qué se imagina, si es que yo desde niño me había dado cuenta que todo el mundo mataba indios: la policía, el ejército y la Marina, allá en el Orinoco mataban a los indios y nadie se los cobraba. Solamente nosotros estamos pagando por eso.

Marcelino Jiménez

—- ¿Qué ha aprendido en la cárcel?

—- Que uno por medio del estudio no tiene por qué estar allá en una localidad metido trabajando, porque como es ignorante, que ahora me doy cuenta, entonces no encuentra otro ambiente y tiene que dedicarse a la agricultura, ¿no?… Allá para uno alimentarse le toca sufrir mucho: hay que trabajar de día y de noche, desde la una de la mañana continuo… Y aquí en la ciudad hay luz eléctrica y automóviles. Allá para salir del pueblo a uno le cuesta mucho trabajo.

María Gregoria Nieves

—- Los indios siempre nos han hecho maldades… Yo creo que ya me deben dejar libre porque he sufrido mucho aquí encerrada.

—- ¿Sabe leer?

—- No señor, estoy aprendiendo, pero es que yo he sido una mujer muy cerrada de la cabeza. Me ha costado mucho trabajo. Yo hago unos números pero es que no se me graban en la cabeza… Ay doctor, no me pregunte más que soy tan bruta…

María Helena Jiménez

—-Yo sí aprendí a escribir en ocho meses; antes no sabía porque no había escuela para ir a aprender.

—- ¿Qué piensa de los indios?

—- Pues que son iguales a nosotros porque son personas. Lo único es que les falla la cabeza. No tienen la misma inteligencia que uno. Son igual que un cristiano pero les falta lo que a uno: la civilización.

—- ¿Usted cuándo se civilizó?

_ —- Pues aquí en la cárcel. Yo ya sé leer y escribir.

Villavicencio, 11 de mayo de 1972

El 27 de junio de 1972 un jurado de conciencia en Villavicencio determinó que los acusados eran inocentes.

En un segundo juicio realizado en Ibagué, ciudad lejana de los Llanos,

el 6 de noviembre de 1973 fueron decretadas penas de 24 años de presidio para cada uno de los hombres. Las dos mujeres obtuvieron su libertad.

VIDEO | TIERRA BRAVA

VIDEO | TIERRA BRAVA

Abril de 1977

«Tierra Brava» es una profunda inmersión en el mundo de los vaqueros de los llanos de Colombia, donde el periodista Germán Castro Caycedo nos lleva a conocer de cerca la vida, los retos y las tradiciones de quienes hacen de la vaquería no solo un oficio, sino un estilo de vida. Este episodio revela la dura realidad y la belleza de trabajar la tierra en una de las regiones más emblemáticas y desafiantes del país.

A través de historias personales y experiencias compartidas por los vaqueros, entre ellos la figura representativa de Ezequiel Parales, el documental destaca la destreza, el conocimiento y la conexión profunda con el entorno natural que caracterizan a estos guardianes del llano. La labor de vaquería, presentada con autenticidad y respeto, emerge como una sinfonía de habilidades transmitidas a lo largo de generaciones, donde la simbiosis con la naturaleza define el ritmo de vida.

Más allá del exigente trabajo físico y los riesgos que conlleva el manejo del ganado y la adaptación a extremas condiciones climáticas, «Tierra Brava» explora las ricas tradiciones culturales y espirituales que sostienen a la comunidad llanera. Desde la orientación por las estrellas hasta los rituales y oraciones para la protección, estas prácticas revelan una cosmovisión en la que el respeto por la tierra y sus criaturas es fundamental.

«Tierra Brava» es un tributo a la tenacidad, sabiduría y espíritu inquebrantable de los llaneros, mostrando cómo, a pesar de los desafíos contemporáneos, esta tradición de vida perdura. Castro Caycedo, con su capacidad para capturar la esencia de las comunidades locales, nos ofrece una mirada íntima a un modo de vida definido por el coraje, la tradición y la profunda conexión con el paisaje.

¿PARA DÓNDE VA USTED? ¡PUES PARA DONDE CAIGA!

¿PARA DÓNDE VA USTED? ¡PUES PARA DONDE CAIGA!

Medio: El Tiempo

Fecha: 25 de junio de 1975

Por: Germán Castro Caycedo / Fotos: Sin registro

Los llaneros, en general, tienen un estupendo sentido del humor, y hay quienes creen que, de no ser así, ya hubieran enloquecido ante la cantidad de problemas que el medio les presenta diariamente. El oriente del país es, por ejemplo, la zona que ha presentado en los últimos años un mayor índice de accidentes aéreos. Este martes, un poco después de las 5 de la mañana, medio centenar de personas con cerdos, gallinas, muebles, cajas y bultos de comida, se agolpaban en el aeropuerto de Villavicencio frente al mostrador de una empresa aérea.

No había comenzado a amanecer y la única luz del terminal eran un par de velas encendidas, tras las cuales, el mismo piloto del avión que debía partir para Arauca a las seis -haciendo primero unas cinco escalas- vendía los pasajes, elaboraba la lista de personas y calculaba, al ojímetro, el peso de la carga que le iba a acomodar a su nave.

Una hora más tarde, un viejo araucano – que hacía cola desde las cuatro pero que no había sido atendido – protestó, y el piloto, de mala manera, le dijo: “Bueno, ya no más. Diga para dónde va”. El anciano, fuera de sus casillas, respondió secamente: “Pues, para donde caiga, ¡carajo!”.

Con cuarenta minutos de retardo sobre la hora anunciada, una fila de empleados había terminado de atiborrar el avión con la carga, y para acomodar un bulto de cebollas, sacaron un asiento trasero y lo tiraron fuera. Luego con un grito, el ayudante llamó a los pasajeros de Tauramena, Yopal, Tame…

Veinticuatro personas en las sillas y tres de pies, adelante carga hasta el techo pero sin atar, sin asegurar. Más carga detrás de la carlinga de los pilotos y, para completar, una que otra caja, varias maletas, siete gallinas y un gallo de pelea en la parte de atrás.

Se hizo el encendido de los motores, aseguraron la puerta y a los cinco minutos, un mecánico que iba de pie en la cabina delantera, comenzó a andar desde allí hasta la cola, de donde sacaba martillos, llaves, destornilladores. Iba hasta adelante, golpeaba, se rascaba la cabeza y repetía su recorrido dentro de la nave. A los diez minutos se apagaron los motores. Los pilotos salieron, destaparon uno y emprendieron el trabajo. Nadie dijo nada y comenzamos a abandonar nuestro bimotor cuando el calor fue insoportable dentro.

A la media hora estaba todo listo. Buenos martillazos de un mecánico y una frase de exclamación del piloto: “Era una pequeña vibración. Ya quedó bien… Sale un poquito de aceite pero es que… el aceite es escandaloso. Como la sangre. Vámonos que estamos perdiendo el tiempo”.

Cuando se prendió el aviso de amarrarse los cinturones, de verdad que el mío era para amarrarse: no tenía chapa y había que hacerle un par de nudos. A mi lado se acomodaron Carlos Artturo Valenzuela, Yolanda de Aranguren y Sendiel Suárez (todos de Tame), quienes se movían nerviosamente en sus asientos. Uno de ellos explicó luego, que acababan de salvar sus vidas.

– ¿Cómo?

– Pues ayer tarde tuvimos un accidente aéreo. ¿Sí vió ese DC-3 todo roto en la cabecera de la pista de Villavo? Pues ahí íbamos con aquel señor que está atrás todo enyesado y otras personas. Decolamos para Tauramena en El Venado y nos devolvimos. Se apagó un motor y el avión no alcanzó a llegar a la pista. Se fue bajando, bajando… Era que llevaba mucha carga, como este, y seguro no se sostuvo. Después del accidente, nos dejaron tirados y tuvimos que caminar mucho para volver aquí. Y luego fue la lucha para que nos devolvieran la plata de los pasajes”.

Al siguiente día por la mañana, el avión en que nos transportábamos entró a Yopal con el motor izquierdo apagado y botando un chorro de escandaloso aceite. Tocó la pista con fuerza y fue a parar fuera de ella, en la cabecera. Un mecánico le bajó luego con unas llaves, un destornillador y un martillo, uno de los cilindros. Estaba destrozado. Pasaron toda la carga de ese avión a otro de la misma empresa, y se las arreglaron para acomodarla cerca de la que ya traía la nave.

Dos días después, una avioneta entró a la pista de barro y pasto que hay en Paz de Ariporo, chocó aparatosamente, murió un niño y cuatro personas más resultaron con quemaduras de gravedad. El miércoles y el jueves, no lejos de Villavicencio, otras dos pequeñas naves se accidentaron, salvándose sus ocupantes…

Por eso, cuando vuelva al Llano y me pregunten para dónde voy, responderé igual que aquel viejo araucano: ¡Para donde caiga!

EN VENEZUELA NO ESTÁ EL DORADO

EN VENEZUELA NO ESTÁ EL DORADO

Medio: El Tiempo

Fecha: 30 de septiembre de 1969

Por: Germán Castro Caycedo / Fotos: Sin registro

Aquella madrugada, en la arena parda y caliente de la Guajira, había más verde que en cualquiera de las semanas anteriores: batallones del ejército y de la Guardia Nacional de Venezuela, metidos entre sus uniformes de fatiga, llegaron silenciosamente durante la noche y ahora tenían bloqueada esa parte de la frontera con Colombia.

La noticia se supo antes del amanecer en Maicao. A las cinco, la mujer que administraba el hotelucho de contrabandistas y hampones, que como yo estaban esperando dar el salto a Venezuela por los caminos verdes, golpeó en la puerta del lado, donde se acomodaban el Mono Cruz —-un ratero barato que rapaba relojes en el Paseo Bolívar de Barranquilla—- y Nando Zuleta, su amigo íntimo.

—- Ajá, catire —-dijo la mujer en voz alta—- que Moncho ya no va hoy a Santacruz… Que se quedan aquí, ¿me entiendes?

—- Pero si llevo una semana esperando a que ese carajo me lleve… ¿Él está ahí?

—- No, envió a uno de sus hijos a avisar. Que está cerrada la frontera porque la Guardia Nacional llegó anoche. Que hay que esperar a que se calme la vaina… Tú sabes, cuando pase el escándalo de los periódicos del otro lado, Moncho vuelve a arreglar paso con guardias de allá. ¿No ves que a algunos de ellos también les interesa que esto se arregle?

Nando, un zambo de unos veintidós, fuerte y bruto pero que bien podría hacerse matar por defender al Mono, le preguntó a la vieja por qué había alguien en la guardia venezolana a quien le interesaba el paso de gentes de aquí para allá, y ella, sin titubeos le soltó así:

—- Ay, hombre de Dios. ¡Qué pregunta! ¿No ves que Moncho y todos los que llevan gente, tienen que partir y repartir con ellos los «bolos» que consiguen? Este es negocio para todos… Pregúntaselo al Mono, que no es la primera vez que sucede…

Las habitaciones del hotel estaban separadas por bastidores forrados en un papel periódico amarillento y lleno de agujeros, que los pasajeros abrían con lápices o navajas, generalmente cuando la pieza vecina era ocupada por una pareja que había ingresado allí «por un rato». A través de ella, el Mono —-luego de carraspear una vez más y de lanzar el escupitajo que sonó contra el periódico—-, me dijo: «Fotógrafo, nos jodimos. Levántate y vamos a hablar con Moncho».

Le respondí que prefería descansar un poco más. Él y Nando, dos homosexuales que se conocieron en la cárcel de Barranquilla y que iban y venían juntos desde hacía seis meses, no habían dejado dormir a nadie, así que yo quería aprovechar la hora y media de buena temperatura para quedarme en el cuartucho. Después de las siete el calor sería salvaje y uno tenía que irse a buscar algún sitio donde soplara la brisa.

A las once de la mañana vi a Moncho. Era un sábado y estaba en el patio de su casa sentado con cinco amigos alrededor de una mesa. Bebían whisky en copas pequeñas y lo pasaban con soda, servida en vasos aparte. El patio de las casas guajiras —-como en el resto de la costa norte de Colombia—- es acaso la instalación más importante de la vivienda. Sobre el piso de tierra, limpio y bien barrido, le habían puesto arroz a media docena de gallinas que se cruzaban por sobre los pies de Moncho y sus amigos, calzados con chancletas.

Allí todos hablaban en voz alta porque de la radiola de pilas colgada bajo el árbol de trupillo que invariablemente da sombra a estos patios, salían las notas —también en tono alto—- de una canción vallenata.

Cuando llegué ninguno de los hombres de la mesa movió los ojos de un plato con presas de pollo fritas. Ninguno contestó el saludo. Moncho, vestido con una franela sin mangas volvió la cara hacia mí, sonrió y, sin decir una sola palabra, alcanzó una copa llena de whisky que tenía al frente, mientras su mujer, también sin hablar, me hizo señas desde la cocina para que fuera a tomar una butaca… Los fines de semana en esta zona comienzan a celebrarse el sábado temprano. Los hombres se reúnen en las casas con sus amigos desde antes del mediodía, mientras las mujeres se encierran a cocinar un sancocho, que sirven sobre las cuatro de la tarde. La fiesta dura toda la noche y toda la mañana y la tarde del domingo.

—- Ajá, ¿y qué?, dijo Moncho en tono satírico, a lo que le pregunté sobre la demora del viaje.

—- No hombre, tú puedes pasar por la carretera. Ya te dije que es una vía segura porque tenemos gente arreglada al otro lado. Por ahí no hay que caminar. El carro te deja en puro Maracaibo; lo que pasa es que tú tienes que pagarme quinientos de los rojos, y ya.

—- ¿Y el bloqueo al otro lado?

—- Qué carajo —respondió—-. Esa gente todavía no ha comenzado por el lado de la carretera. Están controlando las trochas, pero tú puedes pasar en carro si te apuras. Ya mañana no va a ser posible, dijo mirando a sus amigos que, sin pestañear, con sus caras cetrinas e inexpresivas bebían y escuchaban la música.

Le comenté que prefería irme por la trocha, así hubiese que esperar otra semana más, como lo anunciaba. «No tengo dinero suficiente», le dije y traté de salir de su casa, pero él me lo impidió.

—- Tú tienes que quedarte a beber con nosotros porque después hay sancocho, ordenó alzando la voz, mientras vaciaba otro trago entre la copa. En ese momento yo no estaba en condiciones de rechazarlo. Mi meta era ir por las trochas, con los indocumentados colombianos que inundan a Venezuela, vivir unas horas con ellos y la única conexión era Moncho.

El viaje en carro —-un segundo plan que le ofrecen a uno los tratantes en la Guajira para sacarlo clandestinamente—- era más simple, «menos revelador de la situación que he venido a buscar», pensé y tomé asiento junto a los cinco guajiros.

La semana siguiente fue interminable. Moncho nos había aconsejado que saliéramos poco a las calles porque se presentía una batida por parte de las autoridades colombianas y nos podían echar mano.

—- Y si esto sucede  ¿a donde nos enviarán?, le dije.

—- Qué carajo. Aquí no envían a nadie a ninguna parte. Mira: todo el mundo conoce a los policías y a los agentes del DAS. Viven muy, pero muy jodidos y valen barato. Cualquier billete les cae muy bien… Pero, es mejor no buscarle la cara al gato, respondió apurándose un trago y luego un buche de soda.

No sé si él había creído mi historia del fotógrafo con problemas que debía salir con urgencia del país, pero lo cierto es que me pareció que actuaba profesionalmente en su trabajo.

Nando y el Mono estuvieron cuatro días más y luego se esfumaron. Su amistad era importante porque resultaba la mejor manera de proteger contra robo las cámaras fotográficas y el par de camisas que formaban mi equipaje. Sin embargo, al no haber «jale» rápido, resolvieron irse para Santa Marta a «enfriar» unos cuantos turistas.

Luego de su desaparición transcurrieron cinco días y al anochecer de un martes, Moncho mandó a su hijo a avisar que todo estaba listo.

—- Debes estar a las nueve de la mañana frente al matadero. Ahí se va a detener un camión pequeño, que tiene atrás una caja cerrada, hecha de madera. Ahí te vamos a llevar con otra gente, dijo el muchacho.

—-  ¿A la vista de todos?, le pregunté.

—- Claro, a la vista de todos. ¿Qué quieres luego? Si esto lo sabe todo el mundo. Mira, estos camiones cerrados están hechos para llevar al otro lado café de contrabando. Eso es legal, hermano, ¿por qué entonces no vamos a llevar los trabajadores que necesitan allá?

—- ¿Y la guardia venezolana?

—- Si mi papá dice que ya, es que ya. No le pongas problema, ñero.

A pesar del bloqueo militar en la frontera y de que desde Caracas se anunció un estricto control, el tránsito de colombianos sin documentos continuaba igual. Centenares de campesinos de la Costa Atlántica y de los Santanderes seguían afluyendo a las «materas» o haciendas venezolanas, que desde hace varios lustros se benefician con los brazos colombianos.

Los hacendados del Táchira y el Zulia que guardan silencio en torno al asunto, encuentran en esos millares de trabajadores una mano de obra calificada y a bajo costo, por lo cual fomentan la inmigración.

El problema, que tiene sus orígenes antes de que el peso colombiano comenzara a perder puntos frente al bolívar, obedece en parte a que en Venezuela el trabajador del petróleo gana jornales considerablemente más altos que el hombre del campo, por lo cual el éxodo hacia las zonas de explotación ha dejado el agro sin mano de obra.

En esa medida, los cultivadores han aceptado la entrada de gentes colombianas que devengando salarios más bajos a los menores estipulados por la ley venezolana para esta clase de trabajo, están dando solución a una necesidad que sin su concurso, sería apremiante para ese país.

Mientras en las zonas petroleras hay trabajadores que llegan a ganar diariamente salarios que alcanzan los seis dólares, el jornal mínimo establecido para el campesino es de cuatro.

Los sueldos para los indocumentados colombianos se han estabilizado en el Estado Zulia dos y medio, sin que los patronos tengan que preocuparse por reconocer prestaciones sociales o cualquier otro tipo de asistencia.

Por otra parte, el bajo nivel de los braceros colombianos y el reflejo de la dura moneda venezolana, se convierten en factores que determinan la corriente migratoria desde nuestros campos.

Luego de haber vivido el fenómeno por espacio de ocho días, hay que llegar a la conclusión de que ese «dorado» que nuestros trabajadores creen hallar en las tierras zulianas y tachirenses, no existe. Son demasiadas las espinas que tapizan el camino tanto de ida como de regreso, el cual muchas veces se emprende con las manos destrozadas y los bolsillos vacíos, luego de trabajar meses enteros.

Las zonas venezolanas donde hoy se encuentran las mayores concentraciones de trabajadores colombianos, han determinado dos puntos estratégicos en nuestro país, para dar el salto al otro lado: Cúcuta en el sur y Maicao en el norte.

En Maicao hay dos formas de abandonar el país sin problema alguno. La primera hecha para «capitalistas» pues consiste en el pago de quinientos bolívares a intermediarios profesionales que llevan a la persona hasta Maracaibo o Villa del Rosario, también en Venezuela.

Según el caso, el «plan de viaje» es ofrecido por los tratantes en forma concreta: «Vamos por la vía, cambiando dos veces de automóvil, o vamos por la trocha donde hay que caminar un trecho y el resto otra vez en carro… escoja».

Desde luego, este sistema no se acomoda a las posibilidades de los braceros que toman la vía de Santa Cruz, una pequeña población en su mayor parte indígena, ubicada en territorio colombiano a unos mil metros de la línea fronteriza. Hasta allí son transportados en los camiones cerrados y deben pagar cien pesos. El recorrido se hace por una carretera «fantasma» a través de zonas de alguna vegetación, sin puentes, plagadas de huecos.

El viaje es lento, cálido, enmarcado por una constante nube de tierra amarillenta que se mete entre los dientes y dura un par de días crujiendo cada vez que se mueven las mandíbulas.

Se sale de Maicao sobre las diez de la mañana y se arriba a Santa Cruz una hora más tarde. El recibimiento en el pueblecito está a cargo de unas pocas viejas, que se asoman tímidamente a las puertas y a las ventanas, mirando con curiosidad «a los del viaje de hoy».

Allí comienza el camino verde tras andar unos quince minutos, cuando se encuentra la línea divisoria. Estas son dos palabras que suenan bien en la garganta de los indocumentados colombianos. Cuando se dan los últimos pasos y el mojón que marca la frontera está al alcance del pie, ellos sonríen y aprietan el ritmo.

El clima es achicharrante. La temperatura, mayor que la de Barranca y La Dorada, se confabula con el sol y la arena reseca que en algunos tramos llega hasta el tobillo.

A partir de Santa Cruz la marcha es forzada y los pulmones de hombres y mujeres, pitan con el esfuerzo que supone caminar durante tres días. La obsesión durante la marcha es el agua. El sudor baja desde la cabeza y escurre por los pantalones empapados hasta la rodilla. Adelante la trocha continúa interminable, arenosa y reseca. En los tramos descubiertos de maleza se ven espejismos y el único consuelo es acercarse a las casas y pedir agua o ver un pozo verde, con musgo en la superficie y meterse allí de cabeza para beber un líquido tibio con sabor a barro.

Los indocumentados marchan con pasos largos durante las tres jornadas y hacen dos paradas sobre las cuatro de la tarde de cada día, en las fincas que permiten dormir en enramadas no lejanas de la casa. En esta travesía, quien no cargue un chinchorro, «es hombre frito».

En nuestro grupo iban once campesinos del Magdalena, Atlántico y Córdoba. Cuatro de ellos ya conocían la región. Los restantes eran nuevos. Dos prostitutas de Neiva y Ovejas y dos antioqueños, con anillos, melena larga y dientes calzados en oro, que no tenían cara de trabajadores.

A medida que se avanzaba, los hombres iban quedándose al encontrar trabajo en las materas, donde eran recibidos, generalmente bien. El finquero venezolano conoce a primera vista y desde la distancia al trabajador de cotizas, sombrero sinuano y maletín con un escudo del Atlético Junior.

El atuendo de la gente de la ciudad, en cambio, parece horrorizarlos. Los ven y ya saben qué traen por dentro. Entonces, ir sin cotizas ni sombrero sinuano es arriesgarse a la lógica discriminación y tener que dormir en la misma tierra, lejos de las casas porque no permiten que uno se acerque a sus puertas.

La obsesión del dinero es extraordinaria para estos campesinos que, luego de cada tramo y diez o doce horas de camino, parecen frescos. Ellos solamente piensan en hallar trabajo, esperar unos meses durante los cuales el patrón les guardará sus sueldos y regresar a Colombia.

Muchos de ellos siembran sus pequeñas parcelas, se van a trabajar a Venezuela y si traen bolívares ya tienen cómo financiar la cosecha. «Esto es más seguro que esperar que la Caja Agraria o que el gobierno de Colombia le ayuden a uno. La Caja quiere verlo a uno endeudado para quitarle después la finca. Así ha ocurrido este año en la zona de Codazzi con unos primos míos. La Caja les quitó una tierra y luego se la dio al sobrino de un político», comenta Juancho Pernía, uno de los campesinos del grupo.

Para los hombres de la ciudad, las gorras verdes y las metralletas de los guardias parecen una idea fija. Se avanza al ritmo de los campesinos, mientras la sangre palpita en la cabeza, y el sudor, que después de una hora se siente helado, comienza a volverse agotamiento.

Desde Santa Cruz se pasa a Guaba, primer punto venezolano después de la hacienda La Torcala. Luego vienen Las Trojas, El Escondido, Laberinto y el primer río que se atraviesa en canoa, luego de pagar cinco bolívares: El Limón.

Se cruza por la zona indígena de los Japrerías, donde el cacique Nimpoto salva la situación y presta un guía que va hasta la hacienda Victorino, de don Rodolfo Rincón, donde ya es posible continuar en carro hasta la Villa y de allí a Maracaibo.

La Villa es el punto final de la travesía (unos ciento veinte kilómetros), centro agrícola y ganadero a donde arriban todos los trabajadores colombianos.

A los últimos cuarenta kilómetros de esta vía no llega ningún campesino porque ya todos han encontrado trabajo fácilmente en las haciendas venezolanas, completamente cultivadas de pastos, organizadas y cercadas con seis y siete hilos de alambre.

Su diferencia con las colombianas, unos pocos metros después de la frontera, es grande. Comienzan las fincas del otro lado y termina también la aridez. Ya no se ven cactus, cabras y algunos burros, sino ganado de ceba.

Pese a lo que se diga, el drama del bracero colombiano, algunas veces alcanza niveles de salvajismo. Ilusionados por unos cuantos pesos, trabajan durante meses enteros sin recibir su sueldo, pues generalmente prefieren que el patrón les guarde el dinero para cuando termine la temporada.

Pero muchas veces no reciben el jornal, porque a la hora de cobrar son entregados a las autoridades venezolana «por indocumentados». Y luego de ser conducidos y permanecer un tiempo en cárceles de San Cristóbal o Maracaibo, son llevados hasta la frontera y desde allí deben regresar caminando hasta su tierra, sin dinero y sin esperanzas. Esta es la realidad de ese «dorado» que no existe pues si bien en Colombia los salarios para el campesino no pasan de dos dólares diarios, tampoco hay el riesgo de trabajar en balde.

Pero si hay suerte, los hombres pueden regresar con dos o tres mil bolívares, que pierden algunas veces en Maicao durante la operación de cambio a pesos. Allí hay bandas de hampones que, trabajando armónicamente con gente de la policía secreta colombiana y con algunos policías uniformados, inicialmente les compran los bolívares, y luego les quitan los pesos. Para esto utilizan desde la intimidación con una placa de la autoridad, hasta el chantaje y el asalto. En esta zona son frecuentes los casos en los cuales aparecen cosidos a balazos en las afueras de Maicao, campesinos que regresaban de Venezuela.

Se estima que la mayoría de quienes salen de Colombia, llegan a su meta en Venezuela y regresan sin problemas. Sin embargo, una buena cantidad son capturados, encarcelados como delincuentes comunes y maltratados antes de ser devueltos.

Las autoridades venezolanas devuelven semanalmente —-sólo por Maicao— un promedio de veinticinco colombianos, llegando en muchas oportunidades hasta tres «remesas» diarias.

El consulado colombiano en Maracaibo recibe a última hora —-según los funcionarios—- el anuncio de deportación, por lo cual no hay tiempo para adelantar ciertos trámites legales que puedan permitir a los trabajadores la recuperación de sus salarios.

El Consulado parece bien atendido pero es pobre, carece de medios tan elementales como vehículos o un mayor número de empleados. Allí hay solamente un cónsul y dos funcionarios más, que algunas veces trabajan hasta diez horas al día, jornada que no conoce ninguno de nuestros empleados del servicio exterior en otras partes.

«Hay casos en que los hacendados que han negado pagar el salario a los trabajadores, se encuentran a cien y doscientos kilómetros de la ciudad. Por tanto nos resulta imposible ir hasta allá a hablar o a tramitar las solicitudes de los braceros. Así ellos pierden miles de bolívares al año», dice un empleado que pide no citar su nombre.

Los hacendados venezolanos están autorizados por su gobierno para adquirir tarjetas agrícolas, mediante las cuales amparan a los braceros y legalizan su trabajo. Pero no lo hacen porque es mejor negocio conseguir mano de obra gratis.

El segundo aspecto es el de los maleantes y las prostitutas que marchan hacia Venezuela, donde se sufre un azote por esta razón.

En las casas de lenocinio en Maracaibo la mayoría de las prostitutas son colombianas que han llegado sin documentos, llevadas por bandas de tratantes de ambos países, quienes las consiguen en nuestras ciudades y las venden allá a cambio de sumas que pueden variar entre quinientos y mil bolívares.

Más de la mitad de un grupo de quince mujeres con quienes hablé dijeron que querían regresar pero no podían. Los dueños de los bares donde trabajan las chantajean con la amenaza de entregarlas a las autoridades por no tener papeles en regla.

Hay casos en que llegan a abusar de ellas, tras lo cual les quitan el dinero que hayan ganado. Entonces son entregadas a la autoridad.

Aunque es imposible obtener datos estadísticos exactos por tratarse de indocumentados que se mueven a través de la frontera clandestinamente, un promedio aproximado, obtenido en fuentes oficiales de Maracaibo, establece que cada semana son devueltas a Colombia cinco prostitutas, mientras ingresan de siete a ocho.

Igualmente, cada semana entran a Venezuela unos setenta colombianos —-sólo por la Guajira—- de los cuales, dos son delincuentes comunes y el resto prostitutas (en la cantidad anterior) y trabajadores honrados.

La última encuesta hecha en la cárcel nacional de Sabaneta (Estado Zulia), mostraba que allí había ciento siete colombianos presos.

Pero, aunque apenas una minoría de los emigrantes son indeseables, es necesario reconocer que representan un número suficiente para dar en Venezuela una imagen violenta de nuestro país. En Maracaibo, por ejemplo, hay situaciones específicas en que es necesario amar demasiado a la patria para aceptar que uno es colombiano.

Nuestra frontera con Venezuela es extensa y abandonada: 2.219 kilómetros sin dueño. En puntos como Santa Cruz no se encuentra una sola autoridad. Por allí y con el conocimiento de los funcionarios de la Guajira, se realiza la mayoría del tráfico, no sólo de braceros, maleantes y prostitutas, sino también de café, de azúcar, de ganado… de todo cuanto produce Colombia.

Los congresistas Rafael Iguarán Laborde, Lisardo Vélez Vélez, Alfonso Latorre Gómez, Arturo Posada Mesa, Roberto Harker, Fabio Salazar Gómez y Antonio José Ocampo, rindieron un informe al presidente de la República de Colombia en el que anotan que «en estas regiones la soberanía colombiana está amenazada. Cualquier sacrificio por parte de los poderes legislativo y ejecutivo repercute en beneficio de la patria… En una inmensa zona fronteriza, no existen ni cuarteles, ni inspecciones de policía, ni nada que indique nuestra soberanía. Esto constituye un contraste doloroso con Venezuela. Los gobiernos venezolanos se han ocupado siempre de reforzar las fronteras».

Sin embargo, el informe en el cual ellos abogan por soluciones a base de fusiles, olvidan que el campesino colombiano no abandonará su patria el día que tenga cómo llenar el estómago. El hombre de la ciudad no huirá de la justicia el día que tenga trabajo, salud, educación. La mujer no venderá su cuerpo el día que en Colombia haya para ella otro tipo de oportunidades.

Maracaibo, marzo de 1969

QUÉ TAL UN HOMBRE CON MIEDO

QUÉ TAL UN HOMBRE CON MIEDO

Medio: El Tiempo

Fecha: 15 de mayo de 1969

Por: Germán Castro Caycedo / Fotos: Sin registro

«…Y de noche me oriento por los luceros. Mire para arriba, ¿ve esos? Se llaman “Las Tres Marías”. Salen como a las siete por el sur y a las diez están sobre Mata Rala. A las 11 ya van por el Pomarroso. “Las Cabrilas” son las que están aquí encima de nosotros. En verano aparecen por el oriente, como a las seis. Salen de detrás de Guasimito y van uniéndose; a media noche están en Burón y a la una bajan beber en Ojo de Agua. Son seis luceros ‘amorodiaos’.

“El primanoche” o “becerrero” uno de los más grandes. Empieza por el oriente y termina allá detrás de esa mata. ¿Sabe por qué le dicen así? Porque aparece a las cuatro de la madrugada en Capuriche… y “La Cruz de Mayo” que no se ve sino este mes picando desde el sur. Arranca a las siete de la noche y corre desde Laurel Gacho hasta Las Morochas. A las nueve se para en La Verdad, a las doce en Chaporral…».

ESPANTOS

«De noche uno lleva la precaución de que le salga cualquier cosa. Se me ha presentado ir yo por ahí y sentir un vendaval en plena calma de la sabana, y caerse un árbol grande y ver un venado que sale corriendo. Yo no sé qué será… ¡Espantos que salen a veces!

– Y el diablo, ¿qué?

– Ese no se me ha aparecido pero a Manuel Rodriguez lo tiene loco. Cuando hay harta luz de luna le sale en forma de mula, de perro, o de hombre: un tipo alto, negro, dientes di’oro. Lo conoce porque a veces, cuando alevanta las patas le salen de debajo llamas.

– Y entonces hay que rezar.

– ¡Digame! Hay rezos especiales para llamarlo o para que desaparezca, según la persona.

– Usted…

– ¡Yo no! Yo a lo único que rezo es a las culebras para que no me piquen.

LA MEDIDA

– ¿Y a las mujeres?

– Noo, ¿para qué? Ellas son las que a veces lo rezan a uno. Me sé la oración pero es peligrosa, ¿sabe? No se puede contar porque empiezan a hacerles males a las pobres viejas… o a los hombres. Es una oración efectiva desde que uno le ponga fe. – ¿Cómo es?

– Bueno, pues… Pero es peligrosa. ¡No se la cuente a nadie! Se mide a la persona con una pita; que no le falte ni le sobre un solo centímetro. Los martes o los viernes se hacen tres cruces y se dice: “Con dos te miro, con tres te ato. Con el Padre, con el Hijo, con el Espiritu Santo… Mujer, que yo te vea más humilde ante mí, que Cristo ante Pilatos”. Después se amarra uno la pita a la cintura, contra el cuero, y se deja ahí…

PARA LOS ENEMIGOS

– Hay otra más sencilla que es para las mujeres que “corcovean” y se las dan de bravas; o para los enemigos. Es más corta: “Ánima de fulana, tan brava como un dragón. Jesucristo me la ponga como el Gallo de la Pasión”, y ya está. Es cortica pero efectiva, y peligrosa. No se le puede enseñar a gente que no sea seria. Al que uno le rece esta queda más mansito que una gallina, y obedece lo que uno le mande, así sea…

– ¿Y la de los gusanos?

– Es otra oración que uno debe aprender porque es para la cura. Si la vaca, o el caballo, es de un color, se reza una vez; si es de dos, dos veces… así. Entre cada salmo se hace una cruz con tierra o con hojas, y al día siguiente el animal está sano… Es un secreto pero se la voy a enseñar: “Yo los conjuro, animales perjuros, para que vayan muriendo de uno en uno. San Joaquín cúralo, cúralo juntamente con Cirineo. Yo creo que han de morir en su propia sangre. Y creo”.

LA CONTRA

– ¿Y la de las culebras?

– Cuando me salen las ensalmo y se quedan quietas. Uno las puede coger y se dejan, ¿cómo será de efectiva la oración? Pero le digo una cosa, si se burla de esto le sale a contra.

– ¿Cómo es la oración?

– ¡Fácil! Usted ve la culebra y se para: le echa una bendición y dice:

“San Pablo no ser querido y mi Dios tan ponderoso, que me libre de culebras y animales ponzoñozos. Yo digo estas palabritas con grande fe, en el nombre de San Pablo, Jesús, Maria y José”.

SERIEDAD

Ezequiel Parales dice las cosas con gran respeto. Cuando reza arruga la cara y al terminar se frota la barba de cinco días, haciendo un ruido de lija con las uñas. Está sentado en un butaque del patio iluminado por la luna y parece diferente del vaquero que galopaba esa tarde como una fiera.

Ahora es un niño que habla sin parar y hace algunas preguntas quizá infantiles. Sonríe con las mismas carcajadas que por la noche salen de la caballeriza, donde ha colgado su hamaca con 20 vaqueros más, y cuando oye hablar de Bogotá se queda mirando fijamente con la boca semiabierta.

Son las ocho de la noche y los zancudos llevan dos horas poniéndole los pies morados con sus aguijones. Se golpea cada segundo para espantarlos y vuelve a la carga.

“De esto no se puede reir”, dice, y trata de acabar el diálogo. Entonces hay que ponerle seriedad a la cosa. Se hizo vaquero a los 16 años y “trabaja llano” con reses cuando está entrando el invierno. Sin embargo su especialidad son los potros salvajes:

“He montado unos 500 y, hasta el momento ninguno me ha dado tierra. Solo recuerdo uno que molestó un poco. Le puse “pajarilla” porque gasté 15 días para domarlo; corcoviaba, mordía la coraza de la silla, sacaba la pata… mire, aquí en esta pierna tengo una cicatriz que me hizo con las muelas. Pero al fin lo dejé mansito al porqueria.

image 31

LIBERTAD

Parales tiene seis hijos, un fundo hecho por él sin la ayuda de nadie, y en la sabana “100 reses finas. En dos años pueda que sean 140”.

– ¿Católico?

– ¡Digame! Bautizado y confirmado contra los malos espíritus. Y los hijos también están todos bautizados. El mayor estudia en Arauca, pero a mi no me gusta que venga al Llano porque se enamora de esto. Y prefiero que siga en el colegio a ver si Dios lo tiene para doctor. Es que, ¿sabe? lo que lo enamora a uno del llano es la libertad, no hay tranqueras ni cercas en ningún lado. Uno puede ir para donde quiera sin que nadie se lo pregunte, y eso no se consigue en los pueblos. A mi no me gustan los pueblos. No me iría para allá. Uno nace aquí y aquí muere… yo voy a Arauca por paseo rara vez. Es que eso no se hizo para el llanero, ni por más plata que le paguen.

POLITICA

-¿Entonces no sale ni a elecciones?

– “Yo no sé de eso. Dicen que hay que votar pero a mi no me importa la política. Fíjese que por eso tuvimos la época ‘mala’, ¿y qué? Los perjudicados fuimos nosotros porque los demás se quedaron tranquilos en la ciudad… Yo no sé si votar la próxima vez. De todas maneras la vida no le cambia a uno. En vez de votar, lo que hay es que pensar en trabajar duro para ganar plata, porque durmiendo no se la van a dar a nadie… ¿Sabe una cosa? Cuando me preguntó qué sabía de Bolívar, le iba a contestar:

– Que está a cuatro pesos”.

– ¿Cuánto gana?

– “25 pesos al día fuera del “golpe”, en esta época. Cuando no hay trabajo de llano me estoy en la casa porque allá nunca falta que hacer y toca levantarse, cuando más tarde, a las cinco de la mañana”.

UN DÍA ESCRITO

-Usted le debe tener miedo a algo…

– “A nada. El llanero no conoce el miedo. Yo me he visto varias veces a punto, y ¿qué? Si hubiera sido por miedo ya estaba debajo de la tierra… Eso son pendejadas porque uno no se puede morir sino una vez, y el día va está escrito. Como dicen, nadie se va el día anterior. De modo que qué caramba. Claro, se le tiene cierto recelo a algunas cosas, pero, ¿miedo? ¿Que tal un hombre con miedo? Ni al hambre, ni a la raya, ni al temblador. A mí me han pegado los tembladores y me he salvado: la última vez porque iba a caballo y no me dejé caer en medio del raudal, y otra porque pude llegar hasta la orilla del caño”

– Pero ha visto la muerte de cerca…

– “Sí, pero no me he muerto”.

JOSÉ NONATO PÉREZ

Para Ezequiel Parales el “crack” de la campaña libertadora es José Nonato Pérez, de Casanare como él. Aunque sus referencias históricas son insignificantes, se ha parcializado porque a lo mejor lo identifica con todos los llaneros de hoy.

“…Y lo vino a matar un caballo por allá en la cordillera, caramba. Lo peor que le puede pasar a un llanero es morir en las montañas. Dicen que era terco el hombre. Se puso a domar un padrote castaño jovero para Bolívar y se reventó por dentro. Reventado porque no se dejó tumbar de la bestia. A mí me ha pasado a veces que cuando comienzo a trochar algún potro me duelen las tripas porque brincan con fuerza… Pero uno tiene las piernas más fuertes que ellos”.

image 32

POR ALGO SERÍA

– José Nonato era más valiente que Bolivar, claro…

– Pues yo no sé, pero que mató gente y que ganó guerras sí es cierto. Los libros dicen eso… Y que lo tenía fregado Páez. Por algo seria. Como que no le estaba comiendo vaca gorda… Eso le pasa a la gente brava, que no le gusta a los demás. ¡Envidia!

– Bolívar…

– Pues nos libertó. Era un gran marisca, pero Nonato no se le quedaba atrás. Lo que pasa era que Bolívar era “guatecito” (de la capital) y por eso les llama la atención a ustedes…

– Los guates…

– Je, je. Yo estuve en el Ejército en la “época mala” y conocí soldados de todo Colombia. Se ve de todo. De todo. Mejor evitar.

Y comienza la descripción sarcástica, matizada con algunas sonrisas que dejan ver una dentadura de calzas de oro: ”Los bogotanos eran buenas personas, sí, pero decían que era mejor evitar todo peligro para poder contar el cuento; que al que daba la cara lo mataban. Los más valientes eran los tolimenses, porque tenian malicia. Bravos, no se rajan con nada. Los costeños sí… Esos si eran buenos para hacer orquestas con el casco y las municiones. El pastuso es macho, pero muy cerrado. No le busca solución a nada. Y al antioqueño se le va todo en negocios. Le roba a uno la camisa y al día siguiente se la vende.

EL FIN

– De todos el mejor es el llanero, por supuesto.

– Pues la revolución no se igualó aquí, sino hasta que entraron los llaneros al ejército. Si no fuera así… claro que a nosotros lo que nos mata es la cordillera. Ahí sí nos llega el fin del mundo.

O el fin del llano, que es su mundo. Porque para el casanareño las estrellas solo salen allá y los únicos ríos que existen en la tierra son los que él conoce… El cielo debe ser un llano blanco sin cercas ni tranqueras, por donde las almas jinetean todo el día sin cansarse. Y sin que nadie les pregunte para dónde van…”.

PÁEZ TENÍA PACTO CON EL DIABLO

PÁEZ TENÍA PACTO CON EL DIABLO

Medio: El Tiempo

Fecha: 08 de mayo de 1969

Por: Germán Castro Caycedo / Fotos: Sin registro

“Yo me llamo Jesús Francisco Rodríguez Arenas. Estoy completamente a sus órdenes, señores… ¿Vienen llegando?”.

– Sí, hace diez minutos…

Puso en el suelo las dos botellas con café tibio para los vaqueros, metió los jarros boca abajo entre el pico de los vidrios y echándose el sombrero para atrás se agarró las caderas y sopló con fuerza. Fue el único día que hizo brisa y la temperatura estuvo a punto de no ser sofocante.

A unos cien metros estaban los 32 vaqueros terminando de “levantar el rodeo” y separaban los machos orejanos (sin marca) y las vacas con cría para, en la tarde, comenzar a herrar.

“BARAJUSTE”

A los lados se levantaba una columna de tierra cuando se abría de la madrina algún bicho que salía en estampida hacia la sabana. Detrás de él partían dos jinetes que lo alcanzaban y lo gascaban (enlazaban) por los cuernos con sus rejos de 25 brazadas, trayéndolo más tarde arrebiatado (atado) a las colas de los caballos, entre grandes mugidos. Entonces la vacada se asustaba y trataba de “barajustar” por todos lados, pero los que se habían quedado la acorralaban con sus bestias; se formaba un carrusel de bramidos, sonido de cuernos enganchados y coplas cantadas a gritos.

CUARENTA AÑOS

El viejo tiene la pierna derecha rígida y solo puede doblar la izquierda hasta la mitad. Después de mirar por un rato “el trabajo de llano”, amarró el caballo y nos sentamos a conversar en el tronco de un chaparro que comenzaba a retoñar.

– Yo ya me retiré de la vaquería porque estaba cansado. Cuarenta años hace que trabajo aquí en ‘El Porvenir’… desde antes de que lo comprara don Pompilio Delgado. ¡Imagínese! Ahora es de don Pablo Canay, el que está allá montando ese “mocho” rucio.

image 30

EN EL ENTIERRO

– Don Jesús, ¿qué sabe de Bolívar?

– Ese era un jodío. Nos libertó, ¡casi nada! Dicen que tenía muchos amores, y que agarraba el caballo en Cara- cas y se iba hasta Bogotá como quien pica pa’ esa mata e’ monte que hay allá al frente. Y era un genio… ¡cómo sería de genio que le sacó tiempo a los amores para irse a la guerra, y fuera de eso ganarla!… Dicen que allá en la mata hay un entierro. Como que lo dejaron los de la Independencia cuando pasaron por estos rincones.

¿Será valioso?

– ¡Dígame… Esa se llama “La Mata del Tesoro”. Yo, mi compadre Tomás Jara, el papá del Venao (ese que cabalga el mocho blanco cabos negros) y el finao Campuzano escarbamos una noche pero no encontramos nadita.

EL PACTO

– ¿Cómo le parece el llanero Páez?

– Ese carajo también era bueno pa’ la lanza. Buen guerrero el hombre, pero dizque tenía pacto con “El Socio”.

– ¿Cuál “socio”?

– Pues Mandinga, que se le presentaba por las noches, antes de cada batalla, y le decía lo que tenía que hacer. Tenía a los españoles locos, porque se les desaparecía de todo lado. Se les volaba de las narices. Y que andaba solo… como don Manuel Fuentes, el de Venezuela, que se iba a caminar por la llanura de noche y se le “apariaba” Mandinga. Se ponían a conversar y conversar, y al día siguiente hacía buenos negocios… Tenía como catorce hatos. Al hijo dijeron que le quedó todo cuando el viejo murió. Pero era un zagaletón malo: cuando un peón le cobraba, lo enlazaba y se lo llevaba arrebiatao hasta el matapalo y allí lo mataba. Y así era Páez, andaba solo de noche. “El Socio” se le presentaba como perro, como mula, o a veces como soldado. Quién sabe qué le diría, pero al otro día ganaba las batallas.

Captura de pantalla 2024 06 24 220804

LA CHOCOZUELA

– Don Jesús, ¿usted qué tiene esa pierna así?

– Porque hace algunos años, allá en la Mata del Novillo me “chamarrió” un tigre. Solo me pegó un mordisco por que si no me saca la chocozuela (rodilla)… Y la izquierda no dobla sino hasta la mitad porque este hueso me lo rompió un caballo. Yo ya me retiré de la vaquería, estoy cansado.

En una hora los vaqueros terminaron de apartar el ganado que se iba a herrar, dejando que “la basura” se devolviera a la sabana. El sol era picante y por debajo de las ramas del chaparro que se acercaban al suelo se veía toda la llanura, gris, por la calina que antecede a las grandes lluvias.

BURÓN

En una pausa los vaqueros se iban por grupos hasta un rancho con techo de “palma” y exprimiendo la palanca de una bomba de mano llenaban baldes de agua tibia que bebían en un tarro de galletas oxidado, derramándose la mitad por el pe- cho. Habían partido de Burón (otro hato de don Pablo Canay, distante 30 kilómetros) a las cuatro de la mañana con un tinto en la barriga, y se habían venido parando (re- cogiendo) y picando (arriando) desde una punta de monte que se veía azul y acurrucada al fondo.

Eran las dos y media de la tarde, cuando encerraron la madrina (manada) en los corrales del Alcornocal, dejándola lista para la labor de la tarde. Entonces se fueron a desayunar a El Porvenir, para regresar una hora después y comenzar la faena. 

image 29

DÍA DE SUERTE

Antes de que la última vaca se abriera en carrera y fuera coleada y lanzada a tierra por “El Venao”, don Jesús había comenzado a llamar uno a uno a los vaqueros para ofrecerles tinto. Las dos botellas duraron apenas segundos. Se acercaban, sorbían el trago de café amargo y se alejaban dejando una estela de olor agrio por el sudor que goteaba de los caballos.

– Hoy hemos estado de suerte, no hay ni un caballo herido por los toros. Cuando la cosa está brava, vuelan tripas. Pero estos muchachos son hábiles.

El último peón en acercarse fue Manuel Cuenza. (Saludó al viejo con respeto).

– Está haciendo hambre…

– Y no haber traído ni una panelita. ¿Qué es eso que trae en el “porsiacaso”, don Jesús?

– Un bastimento (comiso) que le mandaron de El Rosario al “Venao” para que medio desayune.

– Déme un poco….

– No porque es pa’l hombre.

INSPIRACIÓN

Se abrió la vaca de la madrina, y don Pablo llamó al vaquero para que ayudara a “gasearla”, pero este se negó:

– Don Pablo, tengo el caballo flojo, está desmayao. Y se fue lentamente a buscar el agua, cantando “un verso” que comenzó a fluirle con rapidez…

“Yo soy como el toro bravo, que embiste a lo colorao, como la mujer bonita para el hombre enamorao”.

HAMBRE Y SOL

Gente brava para la vaquería y terriblemente extrovertida. Durante todo el tiempo están cantando sin parar, detrás del ganado que parece conocer ya su voz chillona. Se “carean” entre sí mismos con versos y coplas, y cuando alguno “contrapuntea (responde) con tino, sueltan todos una risotada que se va con el viento a toda la llanura.

Y gente brava que lo primero que aprende es aguantar hambre y sol encaramada en un “mocho viejo” (caballo) amansado en un par de días, que al comenzar la labor antes de que amanezca, “corcovea” y levanta las patas a la altura de su cabeza.

Se cerró el trabajo cuan do Venao “le dio tierra” a la vaca lebruna (amarilla) que había salido como una bala, agarrándola por la cola desde el caballo y haciéndola abrir una zanja con los cuernos en la tierra gris y dura del llano araucano. Ahora venía amarrada por los cuernos a la penca del rabo del caballo, que se extendía dolorosamente en el sentido del rejo, hecho esa misma mañana con el cuero de la ternera sacrificada la noche anterior para comer.

LA CIMARRONERA

– Don Jesús, ¿aquí hay ganado salvaje?

– ¿Cimarrón? ¡Dígame! Ya comienza a haber otra vez por ese rincón de allá y por aquel otro lado: por Mata Rala… “levantar” cimarrones no es difícil. Hasta hace algunos años yo cogí mucho. Hay que tener habilidad: cuando arrancan a correr se pone uno en vigía (paralelo a él) y cuando enchoca (volverse de frente para embestir), se gasea por el cuello o por los cuernos, y ya está. Si es muy grande los zogueadores le ponen dos o tres rejos mientras vienen los “mañoseros” y lo “manían” (manean). Luego se hierra, se castra y se lleva al “depósito” (potrero cercado) para la época de venta, cuando se le traslada a Bogotá o a Cúcuta.

UN ZURRERO

– ¿Van a domar potros después?

– No, todavía no. Esta mañana montaron dos potrones (caballo que se monta por primera vez después de la doma) y “corcoviaron” bastante, ¿sabe? Es que estaban poco “trochaos” (trabajados) y no habían olvidado el resabio.

El fotógrafo se acerca a la madrina para hacer gráficas y el viejo, preocupado, lo llama… “El hombre se va p’allá a ver si lo enchoca un toro bravo…, anda buscando un zurrero, caramba”.

ESPEJISMOS

A media tarde, cuando por la evaporación comienzan a verse espejismos en la llanura y a unos veinte kilómetros se pierden los pastizales por la capa de calina que aumenta con el sol, regresan a desayunar los vaqueros. Se ven como puntos negros detrás del raudal (charco) que bordea la casa del hato. La brisa trae algunas voces; vienen cantando y lanzando risotadas. Al llegar amarran las bestias debajo de los guarataros (árboles) que rodean el corral, se ponen la ropa de trabajo y comienza la hierra.

EL TORO ENCERAO

El corral se ve desde lejos, envuelto en una nube de tierra amarilla por los rayos del sol que la atraviesan y los caballos se duermen de pie por el calor. Son otros diferentes a los de la mañana, que aguantan con paciencia las nubes de moscas que les zumban en la cara. Adentro, un toro encerao ha salido “costeando” el paloapique (cerca) y se forma la gritería.

EL LLANERO DE HOY NO ES EL MISMO DE AYER

EL LLANERO DE HOY NO ES EL MISMO DE AYER

Medio: El Tiempo

Fecha: 01 de mayo de 1969

Por: Germán Castro Caycedo / Fotos: Sin registro

En 150 años solo ha cambiado su sombrero: hoy no es de paja. Un invierno tardío que hizo florecer los totumos 4 semanas después.

Este año los totumos comenzaron a vestirse tarde. Apenas el 20 de abril en los palos resecos reventaron las primeras hojas que salen todos los años con los chaparrones iniciales del invierno araucano que en sus primeras semanas convierte la sabana en un estero de 23 mil kilómetros cuadrados, en el que los caballos caminan difícilmente con el agua hasta la panza.

Invierno tardío que demoró el trabajo del llano unas cinco semanas. Para esta época, apenas los ganaderos comenzaban a reclutar sus peonadas y el agua empezaba a ablandar la tierra. Sobre el suelo tieso del verano, el llanero no trabaja en la sabana. Con los días húmedos sufre menos por el piso flojo, y la vaquería se facilita más porque el ganado ya no está disperso buscando bebederos en diferentes sitios.

Si en 1819 el cielo se hubiera puesto por esta época del color de la lejía, a lo mejor la Campaña Libertadora hubiera tenido resultados diferentes en sus fases preliminares. Pero en aquel año, como generalmente sucede, las lluvias hicieron retoñar los totumos antes de comenzar el mes.

2.000 VAQUEROS

Cuando en las últimas noches de este abril de 1969 los murciélagos anunciaron el agua sin interrupción y los cucarrones asaltaron por millares las velas encendidas, en los hatos de Arauca estaban listos para comenzar su trabajo unos dos mil vaqueros.

En los primeros días de mayo la pradera estaba inundada hasta los topes, pues los ríos habían “botado” por espacio de una semana y media, y no se encontraba un solo punto de tierra seca para poner un dedo. Desde el aire el llano se ve gris en la mañana y verde cuando comienza a “escurrir”. El agua sale de los ríos por miles de partes formando chorriones parecidos a los que el viento deja en el parabrisas de un carro cuando llueve.

Abajo es un mar de un metro de profundidad que huele a barro las veinticuatro horas del día. Es un olor intenso al que los “guates” (forasteros) no se pueden acostumbrar durante las primeras semanas.

Imagen de WhatsApp 2024 06 27 a las 01.21.10 7f5a9e1f 1

MAÑANAS GRISES

El valor dura poco porque en invierno la brisa, constante, se encarga de acabar con él. Las mañanas son frías y grises, Si no llueve los vaqueros parten con el capote de caucho a la cintura, amarrado por un pedazo de cabuya sobre la cadera. Se les puede ver en el contraluz de las nubes irse lentamente en busca de los rodeos de ganado que han de traer a los corrales del hato para separar, disponer su envío a los centros de ceba, curar y marcar los becerros con un hierro candente.

Sobre las diez están de regreso para el primer “golpe” del día: Aquí son solamente dos, uno a esa hora y el otro a las cuatro de la tarde. Alimentación bien balanceada a base de grandes cantidades de carne, arroz y topocho.

UNA PESADILLA

El llanero de hoy es posiblemente el hombre mejor alimentado de todo el país, aunque durante el verano, cuatro meses del año la medalla tenga otra cara, porque el trabajo en las haciendas se acaba. Entonces vuelve a los pueblos y vegeta. Es alérgico a la mano de obra: esta corta estación climatérica se convierte todos los años en su pesadilla.

En 1969 su “modus vivendi” ha variado poco en relación con las fechas de las grandes batallas por la libertad. Aquellos jinetes de Páez y Rondón están aún corriendo sobre las inmensas sabanas plagadas de garzas rojas, blancas y azules, con su “tuco” (pantalón) hasta la rodilla, su pie descalzo alrado por una espuela y su torso desnudo.

SOMBRERO DE FIELTRO

La indumentaria es igual a la de los años 19 con la única diferencia de que el sombrero, la prenda más importante después del “tuco”, ya no es de paja sino de fieltro.

El llanero de esta segunda parte de nuestro siglo no usa la lanza. En los hatos araucanos es muy difícil, casi imposible, hallar esta arma que dio nombre propio a las victorias del Pantano de Vargas y Boyacá rebanando enemigos.

EL LANCE AL TIGRE

El cuchillo y el revólver la han suplantado, más como herramientas de trabajo que como armas. En algunas regiones aún se utiliza para el “lance al tigre”, hazaña que solamente se ejecuta en este rincón del país.

Consiste en esperar rodilla en tierra el zarpazo de la fiera, mientras la lanza, apoyada en el suelo contra la rodilla derecha, se sostiene con la mano. En su “vuelo” tras el hombre, la fiera es traspasada. Este sistema de caza es practicado solamente por alarde de valor. Constituye una demostración de la bravura del vaquero, que a través de los años se conserva igual. “Nunca rete usted a un llanero, porque entonces no lo detendrán ni el Caribe, ni los caños crecidos, ni los tigres… es un hombre altivo ante la provocación”. Este retrato hecho a la ligera por un ganadero, parece resumirlo todo.

PACTO CON EL DIABLO

Las espaldas del vaquero brillan en la resolana bañadas por el sudor que escurre copiosamente por entre las hendiduras que forma su anatomía musculada y fibrosa… En su medio son extrovertidos y aferrados a sus creencias. Esa imagen que se tiene en Colombia del llanero en cuanto a sus supersticiones parece no haber desaparecido actualmente, aunque las apariencias iniciales sean contradictorias…

“Los pactos con el diablo los hacían los viejos, Hay ya no existen”, comentan sentados en las janugas de la pesebrera cuando ha terminado la labor del día, mientras la lluvia torrencial que caerá por once horas continuas repica en las tejas de lata.

“Eso de enterrar un becerro en la puerta del hato cuando se funda, tampoco se hace”, admiten todos. Pero más tarde hablan de los duendes con una seriedad que contagia. Las anécdotas que “prueban” su existencia, desfilan hasta la medianoche.

OTRO ESPÍRITU

“La bolefuego… ¿usted vio la bolefuego la noche que venía para acá? Es un espíritu que salta por todo lado: el que se quede mirándolo se pierde en el llano… cuando uno va caminando no debe ponerle cuidado, porque se pierde. Usted la vio. La bolefuego existe”.

La primera noche de travesía, la “bolefuego” había aparecido muy cerca del campero que atravesaba caños y terrenos que comenzaban a anegarse, agitando el barro y atrayendo nubes de cucarrones que perseguían las farolas… Cuando comenzó a oscurecer y las llamaradas salieron por todas partes, los vaqueros distrajeron su mirada. Uno de ellos se quitó el sombrero.

Más tarde don José María Cisneros, uno de los ganaderos más importantes de Arauca, comentó: “Son gases que despide la tierra con las primeras lluvias, y si el caminante sigue las llamas, que aparecen en diferentes lugares casi al tiempo, le hacen perder la orientación”. Y esto es muy grave en una noche de lluvia, porque “llanero no toma caldo ni pregunta por el camino”.

LA NATURALEZA

El ejército de desarrapados que atravesó Arauca y Casanare en un invierno como este, que apenas comienza, tenía una indisciplina que hoy ha desaparecido en estas regiones donde se cumplen al pie de la letra las leyes de la naturaleza. Santander describía esta parte del llano como “una provincia sin comercio, sin industria y sin agricultura, donde los pueblos dedicados a la cría de ganado cultivan lo puramente necesario para el consumo”.

Las frases se pueden aplicar hoy casi al pie de la letra, cuando el precario co- mercio solo está estimulado por las magníficas carreteras venezolanas que llegan hasta las puertas de Arauca produciendo un contraste con las calles fangosas y ahuecadas de la capital comisarial, que inspira vergüenza… Arauca es una ciudad de bellas mujeres en minifalda, con los pies embarrados.

CAPOTEROS

“Aquí el trabajo no tiene ninguna ciencia. Lo único que se necesita es valor y habilidad para la vaquería”, dice don Pedro Pablo Cisneros cuando los jinetes parten en busca de varias “mandas” (manadas) de ganado para apartar.

Al llegar al hato su único equipaje era una capotera de tela dentro de la cual guardan un chinchorro, un mosquitero y una cobija, prendas por las que los jinetes de Páez hubiesen dado la vida durante la campaña.

El salario medio durante el invierno es de 80 pesos para el vaquero “a pie” y de 120 para el montado (que se alquila con caballo). Comparado con el resto de Colombia debe considerarse alto. “Sin embargo, esta gente no ahorra nada. En la época de lluvia, buena vida. En verano, escasez tremenda oculta tras una cortina de orgullo que nunca ha dejado que en esas regiones las gentes pidan. Esta es la única parte del país donde no se ve un limosnero.

LOS HIJOS

El promedio de hijos por hogar es de siete “pero engendrados con una mentalidad diferente a la del campesino de otras zonas, donde se piensa que a más hijos más manos de obra y más salarios para la familia”. Dentro del marcado egoísmo, que hallan los observadores radicados allí, el llanero araucano es a la vez generoso. La contradicción se nota en todos los aspectos de su personalidad, que para los habitantes del resto de Colombia bien puede calificarse de incomprensible.

Es creyente religioso, pero piensa en espantos y en que cuando una culebra pica hay que “ensalmar” a la persona. No es indiferente a la religión, pero la mezcla con principios que están arraigados a través de decenas de generaciones, Adora a sus hijos, pero los trata con rudeza.

MATRIMONIOS

Arauca es la región del Llano donde se registra el más elevado índice de matrimonios campesinos. Algo más de un cincuenta por ciento de las uniones efectuadas por la población rural han partido del altar. De otra parte, los bautizos y confirmaciones son recibidos por todos, aunque la edad no apremia para “echarse al agua”. El indice de criminalidad es exiguo. Se recuerdan las guerrillas con tristeza y un poco de odio. Empero, es un tema “con mucha tierra por encima”, que después de sufrido en carne propia “no puede volver, porque la gente ya no camina para eso”.

BASES DE VIDA

Pese al vasto territorio y a las distancias extraordinarias, tiene como una de sus principales preocupaciones la educación de los hijos. Por esto se calcula que menos de un 10 por ciento de la población (23 mil habitantes) es analfabeta. El llanero de 1969 descansa sobre las mismas bases de vida, de costumbres, de mentalidad, que aquellos que marcharon con Bolívar. Lo único que ha cambiado en él es el sombrero que no es de paja, y la lanza que solo existe en el recuerdo.

CACHACO NO SABE BAILÁ FANDANGO

CACHACO NO SABE BAILÁ FANDANGO

Medio: El Tiempo

Fecha: 24 de enero de 1969

Por: Germán Castro Caycedo / Fotos: Sin registro

Lo único que quita el ardor de la garganta reseca por la tierra que levantan cientos de pies arrastrados al compás del mapalé, es “Guarapo e’ Piña”, que por la noche, desde antes de comenzar a bailar el fandango en la corraleja, venden hombres y mujeres en pequeñas mesas, debajo de las cuales duermen los hijos sobre la tierra gris, que los contagia de su color.

La negra Zunilde Portillo tenía su puesto en una esquina de los palcos y a media noche, cuando la gente solo bebe ron blanco, había vendido 12 pesos… Metió la mano sucia entre un barril con hielo y sirvió un vaso. A cinco pasos se alcanzaba a sentir el olor agrio de la piña que salía de la superficie de la mesa…

“Ajá, cachaco, y por qué suda tanto, si no hace tanto caló?… llévame a bailá que la venta es una… pero me tiene tú que comprá vela. El paquetico vale do’ peso y alcanza para media hora…”.

TERESA POPANA

Y comenzó a moverse la cintura de Zunilde con una cadencia suave pero extraordinaria. Posiblemente como las de Teresa Popana y Pola Bertel hace 120 años en Sincelejo, o como la de María Varilla aquí en Montería, cuando finalizaba el siglo pasado.

La negra María Varilla fue también una de las mujeres que inmortalizaron el fandango en las noches de corraleja… “Era una varilla” y arruinó a muchos ganaderos que siempre se pelearon por bailar con ella… “El que más billetes de a cien me de para amarrar las velas es el que baila conmigo”, decía, y tomaba el manojo que terminaba por quemarse cuando estas se acababan.

La banda central de San Pelayo se subió a la plataforma, en el centro de la plaza, a las 9 de la noche y comenzó a tocar sin descanso hasta las doce y media, cuando hizo una pausa de media hora. A la una continuó y terminó a las tres, cuando la olla colocada en el centro del tablado iba aún por la mitad. Al iniciar la fiesta todo el pueblo, entró con dos botellas de ron blanco. Una para la pareja y otra para la banda, que con una totuma bebía entre nota y nota de “La Cañaguatera”y “Flor de Guayacán”.

IMG 7084

ESPERMA CANDENTE

Zunilde movía la cintura y arrastraba los pies, marcando el ritmo del bombo y de las bombardinas. Sus senos descarnados volvieron a vivir después de muchos años por el sudor que les pegó a mi espalda, mientras el brazo que llevaba el paquete de velas comenzaba a llenarse de la esperma candente que chorreaba y le ampollaba la piel. Pero no decía nada. Ni una sola palabra… parecía un frenesí. Tenía los ojos saltados y la boca abierta. Al pasar por el lado de los curiosos las velas chisporroteaban al chamuscar la cara a los que la acercaban a la fila húmeda de sudor.

Todas las caras estaban lavadas y las cabezas de los hombres totalmente blancas por la esperma que caía de los manojos de velas que sostenían en alto las mujeres, y que apagaban dos segundos al terminar cada pieza, “pa’ economizá fandango”.

RON DULCE

Las caderas de la negra, huesudas, estaban pegadas al vestido por la transpiración y se movían de arriba a abajo a medida que daba los pasos cortos. Entre las arrugas de la cara brillaba la luz de las velas. La botella de ron blanco, que pasaba de mano en mano se escurría del fondo al pico al cogerla y a esa hora comenzaba a saber a gasolina.

“Cachaco, pa’ bailá bien tu tiene que no levantá lo pie del suelo. Arratra la palma y mueve la cadera… ¡se baila con la cadera y dejando el hombro quieto, cachaco’ el carajo!”. Las caras de la multitud que observaba pasaban como cuando uno va en un carrusel y producían mareo. Todo el mundo sonreía y gritaba. No se oía nada fuera de la banda y los gritos de la multitud… el aire caliente salía de abajo mezclado con una nube de tierra, y la esperma de las velas de Zunilde comenzaba a ampollarme la espalda.

FANDANGO CALIENTE

Al salir de allí, la gente se pegaba a los brazos, al pecho, a la espalda porque todo el mundo estaba empapado de fandango caliente… Las mujeres, que bailaban por la orilla de la fila, agachaban el manojo de velas cogido con un pañuelo por la parte de abajo, para que los borrachos no las tocaran, y los hombres con su sombrero trenzado diecinueve, se agarraban la nuca cuando empinaban el frasco de ron.

Los pelayeros no dejaron de tocar. Tenían los labios hinchados y enrojecidos en la punta, y a cada minuto se inclinaban uno por uno sobre la olla para llenar la totuma, que volvía a caer salpicando ron caliente.

“TENGO CONTENTO”

El fandango, después de los toros, tiene una fuerza folclórica extraordinaria porque el costeño lo baila con el corazón. Lo siente y prefiere no hablar porque tiene la cabeza en otro sitio. Dura entre seis y ocho horas continuas… Cuando termina, las gentes que han venido de otros pueblos duermen en hamacas que cuelgan en los palcos de la corraleja, si aún el ron, que se han comenzado a beber al mediodía, y los pisones les dejan un segundo de lucidez. Si no, la tierra gris de la corraleja, que al día siguiente se volverá a levantar en nubes cuando salgan los toros, es el mejor colchón.

“Hacía cuatro años que no bailaba y tengo contento. A lo sesenta y ocho que tengo me siento joven… pero tú tiene cintura e’ palo. Cachaco no sabe bailá fandango”.

CORRALEJA EN LA COSTA: DONDE LA FIESTA SÍ ES BRAVA

CORRALEJA EN LA COSTA: DONDE LA FIESTA SÍ ES BRAVA

Medio: El Tiempo.

Fecha: 23 de enero de 1969.

Por: Germán Castro Caycedo / Fotos: Sin registro.

Desde las cinco de la tarde aumenta el ruido de las sirenas. Es la hora en que los manteros están bien “calientes” y por las calles desiertas sube la ambulancia como un bólido hasta el hospital, donde “descarga” y regresa a la corraleja…. En la ciudad solamente quedan algunas mujeres, asomadas a las ventanas, que llevan la cuenta de los viajes de la ambulancia. que al pasar deja una nube de papeles. Se escucha desde cuando parte de la plaza y va acercándose poco a poco con un aullido que produce tristeza.

Una hora antes de terminar la, Corraleja salimos de la plaza para la casa del ganadero José Ángel Gutiérrez. Al lado de la botella de whisky estaban Alvaro Gómez Casseres, Carlos Prada que tocaba la guitarra, Melanio Murillo, Alfonso Olivares, Antonio Cumplido, el ganadero, su esposa y su hija Consuelo. Un minuto después de haber volado el corcho se oyó una sirena: “Un herido”, gritó Gómez Casseres. Entonces Consuelo sonrió… “¿Uno? Ya van diez”.

Pasaron dos minutos y volvió el ruido: ¡Otro! Y la niña habló nuevamente: “No, es la misma que regresa del hospital. No se demora nada en dejárselos a los médicos y volver por más. A esta hora, siempre es igual; van aumentando los viajes…. En estos días de fiesta el que mejor se gana el sueldo es el chofer de la ambulancia”.

TARDE DE FUROR

Las personas que se han quedado en casa miden el furor de la tarde de toros por el número de heridos. Desde el momento de llegar allí hasta cuando nos fuimos a tomar el carro para Montería (una hora pasó la sirena doce veces para llevar seis heridos más al hospital… A esa hora (seis de la tarde) la cuenta iba por los 16.

image 22

“A ver, dice el ganadero, la cosa estuvo peor: 25 en total… En cinco días yo calculo que hay unos 60 heridos y una docena de muertos”. Al comienzo de la corrida, Antonio Cumplido, a quien conocí en el palco “un clavo saca otro clavo o se quedan 2, de Alfredo Arroyo”, manifestaba: “Aquí la fiesta si es brava”. Luego, con la salida de los primeros 32 toros la frase quedó confirmada, porque en la costa colombiana sí se siente el “romanticismo” del toreo. Parece una corrida primitiva, de aquellas que se efectuaban en la Plaza Mayor de Madrid hace unos 300 años.

Desde la condición del mantero que se juega la vida por afición, o porque la novia que está en un palco lo vea, hasta el sol calcinante, la gritería, los ríos de ron blanco y las nubes de billetes que arroja a la multitud el ganadero que da cada día los toros, tienen un sabor tan original como en ninguna parte del mundo.

VEINTE MIL PESOS

Este año los ganaderos más dadivosos repartieron al pueblo, entre “ron trompa” y billetes de cinco, unos 20 mil pesos el día de jugar sus toradas, aparte de pagar el transporte, dar, como es costumbre, una recepción en su casa la mañana de la corrida y costear parte de la música y las mantas para los aficionados, que después de hacer alguna suerte en la cara de los toros, suben al palco y reciben una botella y un manojo de billetes.

“La torada de hoy es vieja”. dice uno de los garrochistas de Juancho Perna, el ganadero de más tradición en Sincelejo. “Sin embargo, está garantizada porque hace dos días los probaron con muñeco en el corral y resultaron los más valientes. Por eso vinieron… hay un mono achote. que va a ser bueno. Más o menos como el barroso que jugó ayer Libardo Vergara, el alcalde”.

REVÉS

La corraleja es un frenesí de gritos femeninos en los tendidos, ahogados por las bandas típicas que tocan, por esta época, cada diez minutos “La cañaguatera” y “El Guayacán”, canciones que hacen furor en toda la costa. Abajo, los garrocheros reciben al toro desde la salida y lo pican “en las sudaderas para que se ponga valiente” y luego se lo dejan a los manteros, que como nubes buscan jugarse la vida frente a los pitones de reses que fácilmente llegan a pesar 700 kilos.

Unas veces son los manteros los héroes que, en la cara del toro y de los caballos, que vienen a gran velocidad, se lanzan al suelo para que pasen sobre ellos, y otras los coleadores que toman al animal por la penca del rabo y buscándole un punto de desequilibrio lo tumban y luego se montan en él. La mayoría de los toros salen con una bolsa llena de billetes, amarrada a los cuernos. El hombre que logre cogerla “se hace rico” porque entonces tendrá con qué comprar ron blanco para todas las fiestas.

En cada tarde las entradas a la corraleja son de cerca de 60 mil personas, mientras en el ruedo el número de toreros nunca es inferior a mil. Su tradición se acerca a los dos siglos. Sin embargo, las fiestas más famosas fueron las realizadas hace unos 80 años, con toros criollos descendientes del ganado de casta traído por los padres jesuítas a Colombia para defender sus latifundios.

“Ahora las corralejas son diferentes porque se efectúan con toros de raza Cebú. Antes los criollos eran astifinos, con pinta del toro bravo español. Las corralejas se efectuaban en octubre, por San Francisco de Asís, pero desde don Sebastián Romero se pasaron al 20 de enero, porque ese era el día de su cumpleaños”.

image 23

DIONISIO GÓMEZ

La ganadería más famosa que ha habido en la Costa fue la de don Dionisio Gómez, que se criaba en la Sabana de la Villa. Los primeros toros que se criaron en los playones fueron traídos a Colombia por don Juan María de Huelvas, y de ellos, aún es famoso “Tempestad”, un animal requemado, “que se aguantaba hasta cinco pares de banderillas cada vez que era jugado”.

Las banderillas en la corraleja son puestas por los manteros, que siempre citan sentados y después de colocarlas son pateados por los toros.

CUADRILLAS ARRASADAS

Las nubes de tierra y de gritos no cesan entre la 1 y las 6 de la tarde. A las 5, que siempre ha sido la hora más torera en todo el mundo, las cuadrillas comienzan a quedar arrasadas por los toros, los caballos o los ríos de ron que lo inundan todo.

Las bandas continúan tocando “El Guayacán” y “La Estudianta”, y la ambulancia yendo y viniendo sin descansar. En el centro de la plaza las apuestas se suceden desde el comienzo. Los aficionados se sientan en el suelo, haciendo una rueda frente a los corrales, y a la salida del toro, el que se ponga de pie pierde la apuesta y paga el ron de todo el “cuadro”, si es que no sale para la clínica.

Detrás de estas “ruedas” se colocan grandes pirámides humanas que también desafían a toros y caballos en su tropel incontenible. Al paso de los animales los hombres saltan como surtidores y comienza a chisporrotear la sangre entre nubes de polvo.

MANTERO DESCUARTIZADO

Sobre el filo de la tarde, Carlos Prada decía en la casa del ganadero Gutiérrez: “Hace cinco años que vine la última vez. No había querido volver porque vi a un mantero en el suelo: el toro lo pisó primero y luego le fue enterrando los pitones y levantando la cabeza con fuerza… los intestinos saltaban hasta los palcos; los brazos quedaron a varios metros…”.

Mientras tanto, la sirena de la ambulancia continuaba pasando por esas calles cálidas y desiertas. En la plaza la tarde se había comenzado a poner tan roja como la bravura de estas fiestas de tradición, con decenas de heridos y millares de triunfadores.

EN MONTERÍA

Las corralejas de Montería se realizan en las mismas fechas que las de Sincelejo. Sin embargo, están ahora un tanto desvirtuadas. Este año se efectuaron tres consultas del gobernador y del alcalde con el ministro de Gobierno, que presionados por un pueblo que no quiere abandonar la tradición de cerca de dos siglos, desatiende las diatribas del obispo Miguel Medina Medina, quien se opone a ellas encarnizadamente.

En Montería los palcos son solamente de dos pisos y las suertes de garrochistas y coleadores son menos vistosas, aunque los 50 toros al día continúan en su apogeo y las sirenas suenan menos a las cinco de la tarde.

VIDEO | EL PANTANO DEL DARIÉN

VIDEO | EL PANTANO DEL DARIÉN

11 y 18 de abril de 1979

«El pantano del Darién» se destaca como un documento histórico invaluable, que refleja el compromiso de Germán Castro Caycedo con el periodismo profundo y consciente. Este documental, crucial en su carrera, lleva al espectador a las profundidades de la selva del Darién, una región que ha resistido los esfuerzos por conectar el continente a través de la Carretera Panamericana.

Con una narrativa que equilibra la observación detallada y el respeto por la naturaleza y las comunidades afectadas, el documental captura la complejidad de uno de los últimos rincones vírgenes de la Tierra. Explora no solo los retos de una posible construcción a través de este bastión de biodiversidad, sino también las vidas de aquellos que, en sus márgenes, enfrentan las adversidades de un entorno implacable.

Las expediciones periodísticas de Castro Caycedo reflejan un compromiso con historias frecuentemente ignoradas o mal interpretadas, mostrando la profundidad de los dilemas sociales, ambientales y retos del desarrollo. Una invitación a reflexionar sobre las consecuencias de intervenir en ecosistemas complejos. Se alinea con el propósito del sitio de promover una comprensión profunda del trabajo del periodista y de los temas que exploró durante su carrera.

Este documental es esencial para quienes desean entender la historia de la Carretera Panamericana, especialmente su segmento más controversial, y para aquellos interesados en la ética del periodismo de investigación, el respeto por el entorno natural y la dignidad de las comunidades en las fronteras del mundo globalizado.