El jueves 8 de junio serán juzgados en audiencia pública seis hombres y dos mujeres que dieron muerte con revólveres, hachas y garrotes a 16 indios cuivas, entre seis meses y 45 años de edad, en un fundo de Arauca cercano a la frontera con Venezuela.
El juicio ha sido considerado desde las primeras diligencias —-hace cuatro años y medio—- como «algo especial» en los anales de la justicia colombiana porque, para los jueces, no encierra solamente un episodio más de violencia tropical, sino el resultado de una lucha ancestral que se inició con la conquista de América.
En él parece ponerse en evidencia la realidad de la legislación colombiana, que en materia penal fue copiada del código italiano, un país donde no hay selva, indígenas ni colonos.
Por eso la conclusión de los administradores de justicia —-un mes antes de su culminación—- es que en el caso «la realidad supera la ley», y que a nuestros legisladores se les olvidó aquella recomendación del Siglo de las Luces según la cual, «las leyes deben ser adaptadas a la índole de nuestros pueblos».
En el siguiente relato, tomado del sumario de 635 hojas, el lector hallará uno de los casos más sangrientos de nuestra historia delictiva. Sin embargo, no lo es más que el de la familia Manson, o que el que reconstruyó Truman Capote, sucedido en un pueblecito de Kansas, donde fue asesinada una familia completa.
«La matanza de La Rubiera» —-así se llama esta historia—- tiene como protagonistas a seis vaqueros que nunca habían visitado una ciudad y que aprendieron a leer y escribir en la cárcel, donde nació el hijo de uno de ellos.
Pertenecientes a una región donde el progreso parece haberse detenido un siglo, ellos, sólo ahora, después de cuatro años encerrados bajo mugrientos focos de luz eléctrica han comenzado a comprender que el indio no es «un animal dañino», como se les inculcó desde cuando tuvieron uso de razón.
Por eso, sus confesiones en el momento de ser capturados son escuetas. En ellas se advierte un increíble afán por atribuirse las muertes violentas de los indios y una extraordinaria naturalidad para rehacer lo sucedido una tarde del verano llanero de 1967.
En contraste presentamos la visión de esos mismos seres hoy, cuando dicen:
«Desde pequeño a mí me enseñaron que los indios son dañinos y que hacen males. A mí me enseñaron a odiarlos. Hoy por medio de la civilización uno sabe que son cristianos igual a uno. Yo no sospechaba eso antes» (Entrevista con el acusado Luis Morín).
Los pasajes de una violencia salvaje que siguen a continuación parecen ser, además, el fruto de la rudeza del medio en que se cría un hombre diferente al del resto de Colombia (el llanero), en contraste con nuestra «civilización», bajo cuyas leyes se está adelantando este juicio.
* * *
La pesca en el río Capanaparo no había sido abundante para Anselmo Aguirre (venezolano) y Marcelino Jiménez (colombiano) la mañana del 25 de diciembre de 1967. Sobre el mediodía, cuando el sol comenzó a achicharrar, vieron sin embargo algo que les hizo sentir hormigueo en la boca del estómago:
Aguas arriba remontaban tres curiaras (botes) ocupadas por 18 indígenas que venían de El Manguito..
«Matemos a estos bichos aquí mismo camarita», le dijo Aguirre a Jiménez, pero éste pensó un segundo y respondió: «Aquí no camarita, porque se pueden escapar algunos».
Los hombres tuvieron tiempo para parlamentar algunos minutos y acordaron, por fin, buscar un escenario más apropiado. Sería el hato de La Rubiera en donde les darían abundante comida y algunos regalos.
Los indígenas accedieron e iniciaron un largo recorrido, primero por río y posteriormente a pie.
Aguirre y Jiménez cubrieron la travesía por tierra y llegaron la tarde del 26 al hato, donde le dijeron a su administrador, Luis Enrique Morín: «Unos indios vienen a robarse la yuca y a matar los cerdos; hay que darles muerte».
Planearon la operación y reunieron a los vaqueros Eudoro González, Celestino Rodríguez, Cupertino Sogamoso, Pedro Ramón Santana, Luis Ramón Garrido y Elio Torrealba.
Al atardecer del 27 llegaron por fin los indígenas pidiendo comida y algunos de los vaqueros los atendieron mientras el resto se había escondido en una habitación para dar más tarde el zarpazo.
Los indígenas se sentaron en el piso de un corredor y pacientemente esperaron algo de comer, mientras María Helena Jiménez y María Gregoria López trabajaban en la cocina.
Una señal
«La comida les fue servida en la mesa en un platón, porque ellos no necesitaban cubiertos; comen con las manos y si es caldo lo tragan a boca de olla», relató ante los jueces Luis Morín.
«Cuando ellos rodearon la mesa yo fui a la habitación y di tres golpes, que era la señal convenida, y los demás salieron por la puerta y las ventanas. Y ahí fue cuando los indios salieron para afuera y ahí fue que comenzamos a matarlos. Bueno, el primero que yo maté fue un indiecito pequeño, de un machetazo. El segundo lo matamos con Carrizales, con un revólver. El tercero lo matamos con Anselmo Aguirre: ese estaba herido y yo lo apuñalé con un cuchillo. Y la otra era una india pequeña. Le di dos balazos. También maté una india pequeña con revólver y le di el balazo por la espalda…»
Sogamoso
Cupertino Sogamoso fue el último en abandonar el escondite. Cuando saltó al patio ya se había producido la desbandada. «Tenía una maceta (garrote grueso) y corrí detrás de uno que iba tirado (herido) con revólver y cuando le di con la maceta por un costado lo acabé de matar. Volví a la casa y luego me regresé a la ranchería donde estaba trabajando.
«Al indio herido a bala lo rematé de una puñalada y lo atajé y ahí quedó muerto. Luego corrí a una niña como que fue y le di una puñalada en la barriga y fue a caer más adelante».
Al margen de la escena, las dos mujeres, María Helena Jiménez y su compañera, luego de servir la comida se refugiaron en la cocina, por orden de su compañero, donde trataron de esconder a los niños que, sin embargo, presenciaron toda la escena.
En el centro del patio, con el tórax metido entre el platón de comida habían quedado dobladas dos indias, frente a las cuales quedó una tercera que trató de meterse bajo la mesa.
Pero chocó con Eudoro González quien corría en busca de una ‘presa’. «Ella se me atravesó —-dice González en su indagatoria—- y entonces le di un machetazo en la nuca y cayó al suelo y estando en el suelo le di tres machetazos más. Cayó boca abajo. Al principio la india se quejaba porque había quedado medio moribunda y ahí fue cuando le di otros tres y ya quedó muerta. Esa india tenía como ocho años de edad. Regresé a la casa y me encontré con otra que iba saliendo por la esquina del alambre de la palizada y la alcancé también y le di un macetazo (garrotazo) por la nuca y también cayó al suelo y en el suelo le di cuatro más y ahí murió. Esa no se quejó. Del primer macetazo que le di, quedó quieta. Tenía como unos 18 años. Tenía vestido amarillo y calzones negros… la primera que maté cargaba guayuco. Luego me sirvieron la comida y me fui a acostar».
El remate
Solo quedaban dos sobrevivientes, encaramados en un árbol cerca de la casa, desde donde vieron la matanza de sus familiares: los indígenas Antuco y Ceballos, quienes más tarde darían la noticia en su poblado de El Manguito.
Abajo estaban tendidos, destrozados y sangrantes, Ramoncito (30), Luisito (20), Cirila (45), Luisa (40), Chain (19), Doris (30), Carmelina (20), Guáfaro (15), Bengua (14), Aruse (10), Julio (8), Aidé (7), Milo (4), Alberto (3) y un niño sin nombre que estaba siendo amamantado por su madre, Doris.
Sin embargo, aún se escuchaban algunos quejidos de los moribundos, y «entonces Anselmo me llamó para que yo apuñaleara al indio que estaba herido detrás de la casa, en la sabana, frente a un alcornoque» (Luis Morín declara).
«Yo fui y vi al indio que estaba boca abajo que batuliaba para pararse y entonces yo lo apuñalé con una puñalada en la espalda sobre el pulmón izquierdo. Le enterré el cuchillo como unos cuatro dedos y entonces, el indio se volteó patas arriba y ahí se murió… Ese tenía como unos 24 años. Pero quiero agregar que cuando maté al indio de 8 años, como vi que había quedado vivo y como se me había acabado el peltrecho, le di también un macetazo. A una india zagaleta, como de siete años de edad, la logré alcanzar porque la indiecita iba corriendo, pero le di el primero por la nuca y ahí se cayó. Luego la agarré en el suelo. Yo no sabía que era malo matar indios».
Fin del drama
La mañana siguiente fue tibia. Un poco antes de las siete, los hombres que habían dormido en el hato, «sin hacer ningún comentario, sin decir nada porque, ¿para qué?», se dispusieron a esconder los cadáveres de los indígenas.
Trajeron cuatro mulas y ataron los cuerpos por parejas a las colas, y se fueron hasta un claro de sabana donde hicieron un arrume.
María Helena Jiménez recuerda que en ese momento, «cuando estábamos cargando los cadáveres, escuché que una indiecita se quejaba, pues tenía una puñalada en el pecho y entonces el compadre Helio Torrealba la acabó de matar dándole un machetazo en la cabeza, por la frente, y la indiecita quedó quietica».
Luego, María Helena ayudó a arrastrar a otro hombre y a otra mujer. «Él era ya viejo y grande. Tenía pantalón y camisa. Yo no me acuerdo del color porque estaba muy revolcado ese bicho. La mujer era una india vieja, de unos 38 y tenía un camisón pintado, era un trapo viejito, deschilangadito; tenía una herida de un balazo que le entró por el espinazo y le salió por la barriga».
«Los cadáveres fueron amarrados por las patas; se hizo en la sabana un solo montón de indios que quedó de una altura de un metro de alto, más o menos, y los niños fueron colocados encima de todos los cadáveres. Los hombres les echaron leña encima, palma, guadua y les regamos un galón de gasolina. Ahí duraron quemando más de un día… luego les regamos huesos de vacas muertas para que no se notara… a los 18 días vino el gobierno y nos puso presos».
¿Inconsciencia?
A lo largo del proceso, los acusados han tenido varias entrevistas con los jueces. De ellas sobresalen algunas que extractamos del sumario, en forma textual:
Cupertino Sogamoso
Juez: «¿No cree que matar indios es un delito?»
Reo: «Yo no creí que fuera malo ya que son indios. Los indios de allá claro que no son tan belicosos, a la gente no le hacen nada, pero sí matan los animales».
Eudoro González
Juez: «¿Qué lo indujo a matar esos indios?»
Reo: «Porque nos dijeron que venían a robar. Claro, ellos llegaron en forma amistosa porque saludaron y preguntaron si había comida».
Juez: «¿Ellos estaban armados?»
Reo: «No. Sólo uno tenía un cuchillo, los demás una varitas».
Anselmo Torrealba (venezolano)
Juez: «¿Ha matado antes indios?»
Reo: «He matado antes seis indios en el año 1960 y los enterré en el sitio llamado `El Garcero’.
Juez: «¿Qué otras personas han participado en la matanza de indios?»
Reo: «Rosito Arenas que vive en Mata Azul, cerca de Lorza; José Parra, Deca de Lorza, Esteban Torrealba, mi tío».
Eudoro González
Juez: «¿Es costumbre de la región matar a los indios?»
Reo: «Yo he oído decir que más antes don Tomás Jara dizque mandaba matar a los indios. Por eso ese día yo maté a esos indios porque sabía que el gobierno no los reclamaba ni hacían pagar el crimen que se cometía».
Pedro Ramón Santana
Juez: «¿Por qué lo hizo?»
Reo: «Yo no sabía que eso era malo, que lo castigaban a uno, pues en caso contrario no lo hubiera hecho».
El juicio, que se iniciará a las ocho de la mañana del próximo 8 de junio, durará aproximadamente una semana, durante la cual se deliberará en forma continua hasta las primeras horas de la noche. Mientras tanto, según la leyenda guahíba, «por la sabana continúan gimiendo, cansados, 16 espíritus que esperan que su muerte se borre con sangre para poder dormir tranquilos».
Cuando los ocho sindicados hayan llegado al final de estas escaleras angostas, penetrarán en una sala pequeña, calurosa, atestada de gentes que querrán ver de cerca a los «monstruos» que sacrificaron a los 16 indios Cuivas la tarde del 27 de diciembre de 1967 en las llanuras de Arauca.
Para María Helena Jiménez (28), María Gregoria López (37), Cupertino Sogamoso (30), Eudoro González (32), Pedro Ramón Santana (24), Luis Ramón Garrido (32), Marcelino Jiménez (22) y Luis Enrique Morín (33), comenzarán unas horas interminables durante las cuales se estarán jugando la libertad, o condenas de quince a veinticuatro años.
Se les juzga por el delito de asesinato, calificación para la cual las leyes colombianas establecen las mayores penas de presidio. Hasta sus ocho bancas, estos vaqueros traen una calificación «más que sobresaliente», dada por el consejo de disciplina del penal de Villavicencio.
«Durante los cuatro años y medio de reclusión que llevan hasta ahora, entre 470 penados han sido los de mejor conducta. Nunca han sufrido un castigo, y han pasado el tiempo en patios distinguidos, por su excelente conducta. Señor, es que con el más peligroso de estos hombres yo me interno tranquilo en la más espesa de las selvas» (Abogado Rafael Galindo La Rosa, asesor jurídico del penal).
Otros valores
Los ocho araucanos, que sólo en la cárcel comenzaron a descubrir cómo es Colombia, porque antes nunca habían salido a ninguna ciudad, han comprendido también —-entre los muros de la cárcel—- cuál es la noción del tiempo y la distancia, valores que no existen para el llanero, criado en una sabana sin cercas, sin escuelas, sin relojes («Para ir donde la policía secreta de Arauca caminé cinco días… ¿Lejos? Eso no es lejos en el Llano», confiesa Marcelino Jiménez).
Tampoco entienden por qué un grupo de hombres que saben otras cosas diferentes a las que ellos aprendieron en su medio, los quieren castigar. «Eso es como si a usted lo matan hoy en la cárcel por saber leer y escribir» (Luis Ramón Garrido).
Herencia
«Quien en este caso se acerque a la realidad objetiva, encontrará que este no es un fenómeno de un enero reciente, sino un problema que comenzó en 1492 y se ha mantenido durante toda nuestra vida institucional», dice el abogado Carlos Gutiérrez Torres, hoy fiscal superior de Villavicencio, y quien inició la instrucción criminal por la muerte de los Cuivas.
Gutiérrez Torres, quien enfocó las primeras diligencias confiesa que se encontró frente «a algo que se me salía del código», y relata algunas anécdotas. Con ellas, quiere pintar el medio en que se cometieron los crímenes «totalmente diferente al nuestro, por el atraso».
Para él, la rudeza de los hechos es la misma que aquella naturaleza salvaje le ha transmitido a los reos, desde el momento de nacer sobre la misma tierra pisada de una choza llanera.
Las anécdotas
«Cuando hice las primeras diligencias, me quedé de una sola pieza. Eso no está en ningún código dije, porque encontré que tan pronto detuvimos a los acusados, éstos hicieron una confesión plena de todo. Estimaban que su acto, tan repetido en ese medio, era una hazaña. Y un delincuente peligroso calla y oculta su delito, busca evadirse, y esta gente no.
«Todavía recuerdo el primer diálogo con Morín: Doctor, me dijo, pues yo maté al de junto al gallinero… al de al pide de la cocina y rematé a uno que había junto a la talanquera; ¡dos y medio son míos doctor!»
«Luego hice la citación a un testigo más original de la historia: volábamos en avioneta y nos lo encontramos pastoreando una madrina (manada) de toros por entre la sabana inundada. Lo único que teníamos a bordo era un pato muerto, que habíamos cazado antes… Entonces, tomé el pato, le até la boleta y lo lanzamos por la ventanilla. Quedó flotando en el estero. A las dos horas llegó un hombre al hato con el pato en el hombro y me dijo: ‘Yo soy Bernardino Blanco, ¿quién me necesita? ¿Para qué soy bueno?’
«El Llano es eso. Difícil, rudo, brutal como los gallos de pelea que encontré en otra casa. ‘¿Por qué tienen esa afición tan salvaje?’, pregunté. Y me contestaron: ‘doctor, porque aquí la única distracción es esto. Y el aguardiente».
Finalmente el abogado Gutiérrez Torres (no interviene ahora en el caso) concluye: «Con condenar a esta gente no se resuelve el problema nacido desde el comienzo de nuestra historia. Es necesario, más bien, que Colombia vuelva los ojos sobre este medio social».
Los acusados
En un prolongado diálogo que buscaba saber «qué tienen dentro estos hombres y estas mujeres», pudimos ver la otra cara del juicio. Todos ellos hablaron mirándonos a los ojos, con desparpajo, con esa extroversión sincera del hombre llanero.
Estos son algunos apartes de la entrevista:
Luis Morín
—- ¿Qué piensa ahora de aquello que sucedió en el Capanaparo?
—- Cosas muy distintas a lo anterior, doctor. Esta cárcel me ha servido para mucho. Es que no sabía cómo eran las leyes. Yo creía que todo era como en la llanura…
—- Antes de venir ¿qué ciudades conocía?
—- Pues Arauca, y eso que iba poco… uno por lo pobre…
—– ¿Qué pensaba de los indios?
—– Que matarlos era como un juego y que eso no tenía castigo. Pero hoy día ya sé que es malo.
—- ¿Qué le enseñaron del indio?
—- Pues allá los catalogan como animales salvajes.
—- ¿Y quién se lo enseñó?
—- Pues desde pequeño. Me enseñaron que ellos son muy distintos a uno, en el modo de vestir y en todo. Pero hoy día por medio de esta civilización ya uno sabe que son cristianos igual a uno. Yo no sospechaba eso antes.
Pedro Ramón Santana
—- ¿Por qué mató usted a esos indígenas?
—- Doctor, porque ellos son dañinos y hacen males y a mí me enseñaron eso: a odiarlos y como allá no hay civilización como aquí. Pero uno desde que ya piensa, empieza a darse cuenta de lo que es la vida. Uno vive en una región muy olvidada. Me doy cuenta aquí en la cárcel porque uno se supera…
—- Nosotros al caer a la cárcel habíamos unos que no sabíamos firmar. Hoy en día leemos prensa, periódicos, lo que nos cae.
—- ¿Por qué se dejó poner preso?
—– Claro, ya no somos los ingenuos de hace cuatro años; pero nosotros no sabíamos que eso era un delito y nos quedamos cada uno dedicados a nuestras labores durante 18 días. Luego nos capturaron. Se nos preguntó a nosotros y nosotros no negamos. ¿Por qué? Porque creíamos que eso era una broma. Pero, hoy es otra cosa… Hoy en día hemos reflexionado la realidad y nos damos cuenta de que cometimos un delito… Por lo que hemos aprendido aquí en la cárcel con unos que están por robo, otros por otras cosas, lo hacen ver a uno que ha vivido lejos del mundo, totalmente ausente.
—– ¿Cómo imaginaba antes a Colombia?
—– Pues algo así como el Llano, porque de una población a otra hay bastante distancia y los pueblos son totalmente olvidados. Pero es ahora que he venido a darme cuenta de que hay ciudades más adelantadas, de que uno se dedica a leer prensa, revistas…
Una idea fija
—- Nosotros ya nos dimos cuenta de que para ser bien en la vida hay que estudiar. Nosotros buscamos aquí en la cárcel a los profesores que nos enseñaron. Porque es muy triste que para firmar cualquier papel, como fue el día de la firma del poder al abogado, hayan tenido que tomar nuestras manos y firmar ayudados. Hoy día ya no tenemos esa lidia.
—- ¿Usted está resentido con sus padres por lo que no lo mandaron a la escuela?
—- En cuanto a mis padres no, porque ellos sí tuvieron esos intereses. Hoy me doy cuenta de que desafortunadamente la región está muy olvidada. Yo no tenía escuelas… Yo más bien hoy no perdono es la dejación del gobierno directamente, porque sabiendo que eso es de Colombia, ¿por qué nos tienen tan olvidados?
Morín
—- ¿Qué piensa hoy de sus tres hijos?
—- Nada más sino que estudien y aprendan. Pero yo soy pobre. Cuando salga de aquí trabajaré para darles estudio… Hace unos años pensaba, pues que en cuanto a eso uno por allá es muy bruto y más bien lo que ambiciona es aprender del Llano y no en el estudio que es lo que le sirve a uno…
—- ¿Cuando pequeño qué era lo que más ambicionaba?
—– Aprender a amansar un potro, porque desde que nací vi que los hombres hacen eso… Y ambicionaba conocer las estrellas para poderme guiar en el Llano. Antes yo pensaba que para qué le va a servir a uno un libro en el Llano, ¿Qué tal ponerse a leer y no saber colear o capar novillos o nadar bien?
Ramón Garrido
—- ¿Por qué lo hizo?
—- Yo lo único que hice fue la matada de la indiecita y de dos indios que iban más muertos que vivos. Pero qué se imagina, si es que yo desde niño me había dado cuenta que todo el mundo mataba indios: la policía, el ejército y la Marina, allá en el Orinoco mataban a los indios y nadie se los cobraba. Solamente nosotros estamos pagando por eso.
Marcelino Jiménez
—- ¿Qué ha aprendido en la cárcel?
—- Que uno por medio del estudio no tiene por qué estar allá en una localidad metido trabajando, porque como es ignorante, que ahora me doy cuenta, entonces no encuentra otro ambiente y tiene que dedicarse a la agricultura, ¿no?… Allá para uno alimentarse le toca sufrir mucho: hay que trabajar de día y de noche, desde la una de la mañana continuo… Y aquí en la ciudad hay luz eléctrica y automóviles. Allá para salir del pueblo a uno le cuesta mucho trabajo.
María Gregoria Nieves
—- Los indios siempre nos han hecho maldades… Yo creo que ya me deben dejar libre porque he sufrido mucho aquí encerrada.
—- ¿Sabe leer?
—- No señor, estoy aprendiendo, pero es que yo he sido una mujer muy cerrada de la cabeza. Me ha costado mucho trabajo. Yo hago unos números pero es que no se me graban en la cabeza… Ay doctor, no me pregunte más que soy tan bruta…
María Helena Jiménez
—-Yo sí aprendí a escribir en ocho meses; antes no sabía porque no había escuela para ir a aprender.
—- ¿Qué piensa de los indios?
—- Pues que son iguales a nosotros porque son personas. Lo único es que les falla la cabeza. No tienen la misma inteligencia que uno. Son igual que un cristiano pero les falta lo que a uno: la civilización.
—- ¿Usted cuándo se civilizó?
_ —- Pues aquí en la cárcel. Yo ya sé leer y escribir.
Villavicencio, 11 de mayo de 1972
El 27 de junio de 1972 un jurado de conciencia en Villavicencio determinó que los acusados eran inocentes.
En un segundo juicio realizado en Ibagué, ciudad lejana de los Llanos,
el 6 de noviembre de 1973 fueron decretadas penas de 24 años de presidio para cada uno de los hombres. Las dos mujeres obtuvieron su libertad.