Medio: El Tiempo
Fecha: 25 de junio de 1975
Por: Germán Castro Caycedo / Fotos: Sin registro
Los llaneros, en general, tienen un estupendo sentido del humor, y hay quienes creen que, de no ser así, ya hubieran enloquecido ante la cantidad de problemas que el medio les presenta diariamente. El oriente del país es, por ejemplo, la zona que ha presentado en los últimos años un mayor índice de accidentes aéreos. Este martes, un poco después de las 5 de la mañana, medio centenar de personas con cerdos, gallinas, muebles, cajas y bultos de comida, se agolpaban en el aeropuerto de Villavicencio frente al mostrador de una empresa aérea.
No había comenzado a amanecer y la única luz del terminal eran un par de velas encendidas, tras las cuales, el mismo piloto del avión que debía partir para Arauca a las seis -haciendo primero unas cinco escalas- vendía los pasajes, elaboraba la lista de personas y calculaba, al ojímetro, el peso de la carga que le iba a acomodar a su nave.
Una hora más tarde, un viejo araucano – que hacía cola desde las cuatro pero que no había sido atendido – protestó, y el piloto, de mala manera, le dijo: “Bueno, ya no más. Diga para dónde va”. El anciano, fuera de sus casillas, respondió secamente: “Pues, para donde caiga, ¡carajo!”.
Con cuarenta minutos de retardo sobre la hora anunciada, una fila de empleados había terminado de atiborrar el avión con la carga, y para acomodar un bulto de cebollas, sacaron un asiento trasero y lo tiraron fuera. Luego con un grito, el ayudante llamó a los pasajeros de Tauramena, Yopal, Tame…
Veinticuatro personas en las sillas y tres de pies, adelante carga hasta el techo pero sin atar, sin asegurar. Más carga detrás de la carlinga de los pilotos y, para completar, una que otra caja, varias maletas, siete gallinas y un gallo de pelea en la parte de atrás.
Se hizo el encendido de los motores, aseguraron la puerta y a los cinco minutos, un mecánico que iba de pie en la cabina delantera, comenzó a andar desde allí hasta la cola, de donde sacaba martillos, llaves, destornilladores. Iba hasta adelante, golpeaba, se rascaba la cabeza y repetía su recorrido dentro de la nave. A los diez minutos se apagaron los motores. Los pilotos salieron, destaparon uno y emprendieron el trabajo. Nadie dijo nada y comenzamos a abandonar nuestro bimotor cuando el calor fue insoportable dentro.
A la media hora estaba todo listo. Buenos martillazos de un mecánico y una frase de exclamación del piloto: “Era una pequeña vibración. Ya quedó bien… Sale un poquito de aceite pero es que… el aceite es escandaloso. Como la sangre. Vámonos que estamos perdiendo el tiempo”.
Cuando se prendió el aviso de amarrarse los cinturones, de verdad que el mío era para amarrarse: no tenía chapa y había que hacerle un par de nudos. A mi lado se acomodaron Carlos Artturo Valenzuela, Yolanda de Aranguren y Sendiel Suárez (todos de Tame), quienes se movían nerviosamente en sus asientos. Uno de ellos explicó luego, que acababan de salvar sus vidas.
– ¿Cómo?
– Pues ayer tarde tuvimos un accidente aéreo. ¿Sí vió ese DC-3 todo roto en la cabecera de la pista de Villavo? Pues ahí íbamos con aquel señor que está atrás todo enyesado y otras personas. Decolamos para Tauramena en El Venado y nos devolvimos. Se apagó un motor y el avión no alcanzó a llegar a la pista. Se fue bajando, bajando… Era que llevaba mucha carga, como este, y seguro no se sostuvo. Después del accidente, nos dejaron tirados y tuvimos que caminar mucho para volver aquí. Y luego fue la lucha para que nos devolvieran la plata de los pasajes”.
Al siguiente día por la mañana, el avión en que nos transportábamos entró a Yopal con el motor izquierdo apagado y botando un chorro de escandaloso aceite. Tocó la pista con fuerza y fue a parar fuera de ella, en la cabecera. Un mecánico le bajó luego con unas llaves, un destornillador y un martillo, uno de los cilindros. Estaba destrozado. Pasaron toda la carga de ese avión a otro de la misma empresa, y se las arreglaron para acomodarla cerca de la que ya traía la nave.
Dos días después, una avioneta entró a la pista de barro y pasto que hay en Paz de Ariporo, chocó aparatosamente, murió un niño y cuatro personas más resultaron con quemaduras de gravedad. El miércoles y el jueves, no lejos de Villavicencio, otras dos pequeñas naves se accidentaron, salvándose sus ocupantes…
Por eso, cuando vuelva al Llano y me pregunten para dónde voy, responderé igual que aquel viejo araucano: ¡Para donde caiga!