Medio: El Tiempo.
Fecha: Febrero de 1970.
Por: Germán Castro Caycedo / Fotos: Sin registro.
En cambio el sábado siguiente, 7 de febrero, el médico Olaya tuvo que refugiarse en la enfermería desde el segundo toro. Allí fue llevado Manuel Benítez con su maxilar inferior derecho abierto y la tráquea al descubierto tras ser herido por un toro de don Benjamín Rocha. El parte médico, que parecía más propio de una riña callejera, salió publicado en los diarios del siguiente día. Fue un milagro que no lo degollara, afirmaban quienes salían de la enfermería.
La imagen del torero inerte en el ruedo mientras el toro de Achury Viejo buscaba de nuevo su humanidad, a la vez que Antonio Suárez, su mozo de espadas, con una muleta plegada en su mano izquierda buscaba auxiliarlo, mientras el ayuda, Antonio Fernández “Pegajoso”, cubría con su humanidad el cuerpo de “El Cordobés”, le contó al mundo uno de los momentos más dramáticos en la historia de la Santamaria y de la fiesta brava en general.
Los segundos antes de la imagen, toda una tragedia griega, los contó Germán Castro Caycedo en la revista El Ruedo. “Entró a matar y salió despedido”. “El Cordobés” había quedado inmóvil en la misma cara del toro. No se podía apreciar desde la barrera el sitio exacto de la cornada, pero parecía en el cuello. En medio segundo el ruedo se llenó de toreros vestidos de luces y de paisano; de mozos de espadas, de monosabios. Mechas, con la mirada perdida en el cielo, hizo un leve movimiento y estiró los brazos, luego quedó rígido como los muertos. Tenía la cara impresionantemente blanca transparente y los ojos muy abiertos. Como los de los búhos. Comenzó el trasteo; con el hombre a cuestas camino de la enfermería, pero llegando a los medios, el toro buscó el tumulto y las asistencias dejaron caer pesadamente al torero herido. A su lado solamente quedaron dos hombres: el mozo de espadas y su ayuda. Cuando el toro estaba sólo a dos metros, el ayuda, “Pegajoso” -así le dicen al salvador- lo fijó bien (de pie), y cuando el toro quiso meter la cabeza para llevárselo, se lanzó a tierra, poniendo su pecho sobre el de “El Cordobés”. El toro pasó por encima de los dos. Este fue el quite generoso que se comentó, posiblemente más que la misma cornada del día sábado.
CINCO MINUTOS DE LOCURA EN LA ENFERMERÍA
Cuando un torero con un boquete en el cuello le pisa a uno los pasos, el callejón que conduce del ruedo a la enfermería parece interminable. Adelante habían entrado los médicos, tan pronto vieron que el “Cordobés” quedó tendido en el ruedo sin moverse. Apenas se comenzaban a quitar la camisa cuando el tropel se echó al fondo, cerca del ruedo. Los gritos se oían huecos, como entre un tarro.
Paco Ruiz
Difícilmente se puede ver una cara con la tragedia tan marcada en cada gesto como la de Paco Ruiz, el apoderado del torero. Penetró delante empujando, abriendo los brazos y diciendo en voz alta: “¡Ay, mi alma, Manolo, Manolito mío… ay, mi alma, no te vas: Manolo, no te vas…!”.
Repetía la frase como un autómata. Tenía la cara blanca como la de una los ojos desorbitados, las mejillas le saltaban en convulsiones nerviosas.
La cabeza de ‘El Cordobés’ se bamboleaba con el mismo ritmo de los pasos de Márquez (Miguel), de Juan Antonio Romero, de Álvaro Domecq y de su mozo de espadas, que hacían chirriar el piso con la arena aún pegada a las suelas de sus zapatos. Detrás venían José Luis Lozano, apoderado de Palomo Linares, Pepe Cáceres, ‘El Vasco’, chofer de Benitez, Antonio Cobos, su banderillero… el pasillo estrecho que hay antes de la sala de operaciones se llenó en un segundo y a ella entraron, fuera de los médicos, unas siete personas que no querían desalojar.
GRITOS DE LOCO
En segundos saltaron la chaquetilla, la camisa y la corbata del torero. En la puerta se plantó Domecq y a su lado Cobos. Ambos gritaban como desesperados, ambos empujaban gente, Cobos parecía un maniático. Daba voces y arremetía contra fotógrafos, banderilleros y apoderados que estiraban al tiempo el cuello para ver a través de los vidrios lo que pasaba adentro. En ese momento, antes de que los médicos “metieran la mano”, la enfermería parecía un manicomio. Sólo se veían caras pálidas; nadie cerraba la boca: gritaban como salvajes, era el nerviosismo.
DESCANSO
Cuando saltó el corbatín fue rasgada la camisa, los médicos lavaron la herida por primera vez. Hubo un descanso, la cornada no era en el cuello sino en el piso de la boca… aparte no había hemorragia, pero era profunda. El anestesista se volcó sobre la boca con la mascarilla de oxígeno y ahogó los quejidos que lanzaba ‘El Cordobés’ en voz muy baja. Luego, poco a poco se fue saliendo la gente detrás de vidrios quedó ‘El Cordobés’ cubierto por una sábana blanca. Abajo asomaban los pies con las medias rosadas puestas.
PERROS CELOSOS
Ala enfermería llegaba por ciertos momentos un rumor leve de la plaza que se colaba por una ventana que da a la calle. Pero generalmente no había un solo ruido. Quedaban Domecq y Miguel Márquez pegados a la puerta del quirófano, como perros celosos. Estuvieron alli hasta que se llevaron al mechudo. No dejaban acercar a nadie.
Apoderados, banderilleros y mozos de espada estaban en silencio. Se pegaban a las vidrieras y las empañaban, así que tenían que limpiarlas con la mano a cada segundo…
Cuando el doctor Carvajal Peralta inició la exploración de la herida, metió todo d dedo meñique entre el boquete y ‘El Cordobés’, bajo anestesia local, levantó la mano pidiendo más calmante. Se estaba dando cuenta de la intervención. La herida era grande y por ella cabían dos dedos hasta la raíz.
GRACIAS A DIOS
Afuera se impedía la entrada; sin embargo, el pasillo estaba lleno de gentes que fumaban. No se podía respirar bien. Adentro los únicos que estaban cerca de los médicos eran Paco Ruiz y el mozo de espadas, ambos con blusas blancas. Afuera el secretario de salud, Álvaro Martínez Cruz, quien realizó la construcción de la fabulosa enfermería, agradecía a Dios los servicios puestos en funcionamiento. Siete personas más atendían al torero herido: los cirujanos Camilo Cabrera, Guillermo Jiménez Olaya y Alfonso Carvajal Peralta; el anestesista doctor Hernández, la enfermera Nelly Garzón y la instrumentadora Jimena Vaca. Todo un equipo que puede atender los casos más graves con éxito.
Cuando la gente comenzó a salir gritando de la plaza, aún los médicos daban las últimas puntadas en la cara de Benítez, esta vez quieto como un muerto. Lo habían cubierto totalmente con sábanas verdes y sólo asomaba la herida por un pequeño hueco de unos diez centímetros. Domecq y Márquez continuaban plantados contra la puerta del quirófano…
Ya había caras rosadas. La palidez de todo el mundo había pasado… la herida no había sido en el cuello como se pensó en un principio, cuando Juan Antonio Romero gritó con desesperación: “¡Doctor, ¿le ha calado la yugular?!”; Esa era la incógnita. Pero la cornada había pasado lejos de la yugular.
60 SEGUNDOS
Cuando la ambulancia dejó la plaza con el torero adentro, había quedado un silencio que contrastaba con los minutos durante los cuales fue puesto sobre la mesa y despojado del traje de luces. Habían sido sesenta segundos en los cuales se vio lo que significa ‘El Cordobés’ para la fiesta brava. Había que mirar esas caras erizadas, esos gestos de locos de quienes lo acompañaban, esos ojos saltados. Parecía que se hubiera acabado todo en ese momento.
El lunes siguiente, ya en su habitación del hotel Continental, ‘El Cordobés’ le pidió a Victor Rodríguez que lo anunciara para el próximo fin de semana, como inicialmente estaba dispuesto. Como pólvora corrió la noticia: Benitez volvería al ruedo donde había caído, y al lado de Pepe Cáceres y Palomo Linares. El martes salió el cartel en los diarios y las filas para hacerse con una boleta no se hicieron esperar en la calle 19 con carrera quinta. Un cartel hecho a la medida del gusto de la afición capitalina, que sólo le pedía a San Pedro que cerrara el grifo y dejara de llover. Lo que no sabían los aficionados, mientras se hacían con la entrada, era que a pocas cuadras, en el hotel Continental, el taxi de ‘El Vasco’, el conductor de ‘El Cordobés’, se llenaba con las maletas que acomodaba sigilosamente ‘Pegajoso’, el ayuda del mozo de espadas que dos días antes había arriesgado su vida por “Westinjáus”, como él llamaba a su torero. “Westinjaus se marcha esta tarde para España”. Así, sin guardar prudencia, “Pegajoso” le soltó la novedad a Víctor Rodríguez, que se acercaba al hotel en ese justo momento. No llovía, pero Rodríguez, como quince días antes, sintió que el agua le llegaba nuevamente al cuello, mientras se llevaba a la boca un Marlboro, que esta vez sabía a desesperación.
Aquella temporada de 1970, marcada por las lluvias y la cornada de “El Cordobés”, el ganador de todos los trofeos fue Miguel Márquez.