DON RO

DON RO

Medio: Sin registro

Fecha: 1978

Por: Germán Castro Caycedo / Fotos: Sin registro

Don Roberto, un joven de cincuenta cuyo padre, de noventa y seis, había traído la yunta de bueyes desde San Miguel -en la cordillera del frente- se quedó mirando a la pequeña Catalina y me preguntó de qué estación era.

¿Estación? Le pregunté en un tono que, me imagino, para él tuvo algo de ridículo, porque sonrió en tono de burla y repitió

-Sí, la estación, la menguante o la creciente.

Era la primera vez que me había puesto a pensar si aquel 18 de junio era menguante o creciente. Ni idea. En cambio,se fue a su pequeña casa, sacó un almanaque Bristol y luego de consultarlo con mucha dificultad -a pesar de tener sus ojos intactos- dijo que la pequeña estaba salvada. Había nacido en menguante.

La parcela era entonces un charrascal tupido de zarzas por encima de las cuales apenas se veía -muy cerca- un pequeño hilo de humo que salía de la casita de Don Ro, este hombre bueno de pata al suelo y bigote moquillo. Desde el día que lo conocí me llamó la atención que atravesara aquel zarzal como quien camina sobre un tapete, de manera que finalmente me atreví a preguntarle si no se lastimaba los pies pisando la tierra, y él espontáneamente me respondió: Pisándola, no. ¡Acariciándola!

En ese momento me di cuenta que, definitivamente éramos dos mundos muy distantes y que catorce años visitando el campo colombiano habían transcurrido impunemente.

Aquella misma tarde del diálogo de los pies descalzos comenzamos a proyectar la primera siembra de papa: “A esta tierra, dijo Don Ro, hay que pegarle por lo menos cuatro yerros con el arado porque está muy apretada. Nunca han sembrado nada aquí”.

Un par de eucaliptus muy frondosos se levantaban en el centro del potrero y era necesario derribarlos antes de sembrar. Si no lo hacíamos, lo que fuera plantado en un radio de treinta metros alrededor de cada tronco, crecería raquítico.

-Entonces hagámoslo ya – le dije, y él volvió a sonreir.

– No podemos. Hay que esperar quince días mientras llega la menguante, porque estamos en creciente y los palos no se tumban en esta estación, Ni los palos ni los hijos. Uno tiene que tratar de hacer los hijos en menguante. Nacen fuertes y no se enferman. Y, así es el árbol, Tumbe uno ahora y verá que la madera se raja y por ahí al año empieza a gorgojiarse.

Quince días. En la ciudad es mucho tiempo. ¡En el campo resultan un sueño!

-¿Sabe una cosa? -preguntó Don Ro- es que en menguante el árbol está quieto. En ese momento está dormido como los niños. No llama agua, no llama vapor. La menguante es como la noche para uno. Pero en cambio llega la fuerza de la creciente y el árbol se despierta emberracado a chupar agua del suelo. Si uno pone el oído en el tronco de un palo grande por las tardes, puede oír cómo brama por dentro. Se está alimentando. Si le pega un hachazo, chigorrotea la savia. Está despierto y no hay que tocarlo.

En adelante todo se ha manejado de acuerdo con la luna, así no crea totalmente en ello, y hoy, lo que antes resultaba angustiante como la espera de quince días para podar una planta, he tratado de que se vuelva tan natural como ese nuevo manejo del tiempo. Ese manejo de tiempo eterno, tranquilo. Ese tiempo que no ha permitido que Don Ro envejezca.

En creciente la luna sale y comienza a alumbrar más o menos a las siete de la noche. Sobre noviembre esa es la hora en que la niebla también despierta y empieza a trepar por las montañas, Pasa por nuestra parcela y la inunda. Resulta muy bello salir a una pequeña alameda de trementinos y nupos y verla colarse a través de los rayos de luz, a través de las ramas: silenciosa. Andando de prisa para subir hasta lo alto de las montañas y convertirse en lluvia un par de días más tarde.

Nunca supimos distinguir una noche de menguante y una de creciente hasta cuando Don Ro nos lo explicó: “En menguante está oscuro porque está llegando la fuerza de la luna… sale como a la una de la mañana y se acaba la oscuridad. Entre creciente y menguante, fíjese bien, hay unos tres días que se llaman luna llena. Llena pero más débil porque sale entre la una y las dos de la mañana, dura unas tres horas alumbrando y luego se apaga. ¡Esas noches no son buenas para hacer hijos!”.

Hoy quedan pocas zarzas. Se han conservado las matas de mora silvestre enredadas en las cercas o tragándose un par de palos de durazno cerca de la casa vieja. La mejor murió hace un par de semanas, coincidencialmente con una poda que le hizo mi esposa.

Cuando ella tomó las tijeras, noté que Don Ro se encogía de brazos, pero como era menguante se lo dije y él calló. No obstante, el día que rozamos bien con una peinilla las ramas secas, me recordó la poda:

“La mora sufre de un celo. Es muy celosa y no le gusta que la toquen las mujeres. La mora es con el varón… Desde que ella la tocó se comenzó a cubrir de un polvito blanco. Mire, todavía hay dos gajitos verdes, ¿Los ve como con un polvito blanco? Es que está de luto. Ella cuando va a morir se viste con su propio luto. Un luto blanco. Anuncia su muerte. A la mora en lugar de que la toque la mujer hay que traerle brosa (tierra del bosque). Pero tiene que ser brosa de sus árboles amigos, Cuando baje a la quebrada fíjese del pie de qué árbol la recoge, no puede ser de árbol enemigo”.

-¿Enemigo?

-Claro, los árboles son como cualquier hombre. Hay uno que la tierra lo adora. Por eso lo hay en clima caliente y en clima frío. Y es amigo de cuanta mata se le acerca. Es el higuerón, Busque uno y verá que debajo encuentra de todo… Yo nunca he encontrado nada malo debajo de un higuerón. Y, ¿sabe otra cosa? Ese verraco no se deja trasplantar… Hay una época del año que da hasta comida. Produce una oreja (hongo) que brota cuatro o cinco días después de la creciente. Se llama oreja blanca y produce un gusanito blanco que es delicioso. El higuerón y el guarumo son buenos amigos de la mora… En cambio, siembre un curubo al pie de un arrayán y verá que muere el curubo. Es que se odian. Son enemigos. Siembre algo al lado de un ocal (eucaliptus) y verá que muere. El ocal es un vergajo porque es enemigo de todos los demás, Mire, es enemigo hasta del hacha, Acaba con el yerro. Uno tumba un ocal y el hacha y el machete comienzan a mojociarse Por eso yo digo una cosa: los árboles son como los hombres y a los hombres que son vergajos hay que olvidarlos, Acuérdese, hay que tumbar dos ocales del potrero. Ahora sí estamos a tiempo.