El periódico El Tiempo revive una entrevista con Germán Castro Caycedo:
Germán Castro Caycedo está vestido totalmente de negro. Su pelo y bigote blancos –en un contraste notable– iluminan su cara. Me recuerda al Gueppetto que retrató Disney en la película de Pinocho, de 1940, solo que un poco menos amable. Observo los cientos de libros que reposan en su biblioteca. Algunos son primeras ediciones de sus más exitosas historias: El hueco, Perdido en el Amazonas, Mi alma se la dejo al diablo, El Karina. De inmediato me dice “si me va a tomar fotos hágalo sin libros, sin mostrar la biblioteca; ¡eso se ve como un ladrillo ni el h…!”. Le digo, “maestro, donde usted quiera, pero tenemos que esperar a la fotógrafa y a la productora”.
Se cruza de brazos y me reclama: “¡¿cómo así?! ¡Fotógrafa! ¿Productora? En mi época yo tomaba las fotos, yo hacía el reportaje, nadie me editaba… ¡No!… Realmente ahora les gusta botar la plata”. Minutos después, cuando le presento a mis dos compañeras de trabajo, se convierte en un tipo dulce, bonachón y jocoso. Mientras la fotógrafa dispara con su Canon, él le pregunta: “¿Poso como maricón o como macho?”. Y agrega: “¡Ya para maricón estoy muy viejo!”. Se carcajea y recuerda que cuando fotografió a Jaime Bateman, el fundador y líder del M-19, cantó Los pollitos dicen. Y él hace lo mismo frente a nosotros… pío, pío, pío…
Germán Castro Caycedo forjó su carrera como periodista, reportero, “escritor de no ficción”, en las décadas de 1970 y 1980. Se empeñó en reconstruir historias reales a partir de testimonios y diarios de los protagonistas, documentos clasificados y de sus vivencias en los sitios donde ocurrieron los hechos. En casi 50 años de carrera, en los que trabajó para La República, El Tiempo, El Ruedo de Madrid, condujo su programa televisivo Enviado especial, y lanzó casi una veintena de libros, ha tratado temas de la realidad nacional: paramilitarismo, corrupción en las altas esferas, narcotráfico, movimientos armados, y tragedias personales de colombianos anónimos. “Me llamaban mucho la atención las historias de selva y los relatos policiales”.
Dice jamás haber sentido que su vida estuviera amenazada, aunque su familia se ha mantenido alejada de los medios. Ha sobrevivido a dos accidentes de avión (en uno murió el piloto, él pasó varios meses hospitalizado). Hace poco lanzó Operación Pablo Escobar, relato sobre la cacería que acabó con el hombre más temido y buscado del país. Por cada libro recibe un anticipo de entre 70 millones y 120 millones de pesos, con los que, según él, no se ha hecho rico, pero ha podido pagar los gastos y viajes necesarios para sus investigaciones. Hace unos años sufrió en Rusia un golpe en la cabeza que lo dejó sin el gusto y sin el olfato, pero aún puede disfrutar la comida, “todavía tengo buena memoria”.
¿Por qué se volvió cronista?
A mis 14 años leí a los cronistas de El Espectador y de El Tiempo. Gente como Camilo López y Germán Pinzón. Esos “monstruos” lo llevaban a uno prácticamente de la mano por todo el país. Luego empecé a estudiar. Descubrí que tenemos un legado de quinientos años de crónica en Colombia. Comenzó con los cronistas de Indias, que vinieron con los conquistadores españoles. América nació al mundo gracias a ellos y esta tradición se mantuvo en las nuevas colonias. En Colombia la crónica se catapultó en los años 80 y 90. Yo vengo de esta época.
Pero estudió antropología…
Cuando comencé a interesarme por la realidad del país, cuando decidí buscar personajes e historias, me di cuenta de que no conocía Colombia. Por las exigencias de la crónica hice dos años de Antropología en la Universidad Nacional para entender las diferentes costumbres y culturas que existen en nuestro territorio. Abandoné los estudios porque me di cuenta de que lo mío era el periodismo. Me empeñé en buscar cómo se relacionaban las culturas, qué tenía que ver La Guajira con Antioquia, el Chocó con los llanos.
¿Cometió algún error en sus comienzos?
Sí. Recuerdo que en uno de mis viajes a los llanos me presentaron a un vaquero, y me dijeron: “Ese mató a una madrina de 20”. Yo escribí –por bestia, “por buen periodista”– que este señor había matado a su madrina de 20 años. Eso se publicó y luego me di cuenta de que allá, madrina, es una manada de novillos. El desconocimiento de la cultura me llevó a los extremos.
¿Qué es lo que más le gusta de su trabajo?
¡La selva! Mi primer viaje fue a Leticia. Hice Perdido en el Amazonas, ojalá se repitieran ese tipo de historias. Un hombre, Julián Gil Torres, exmarino de la Armada Nacional, desapareció en la selva después de hacer contacto con una tribu desconocida, en el municipio de La Pedrera. Al comienzo iba hasta Leticia, porque ir a ese municipio era prácticamente imposible: no había aviones ni rutas. Cuando por fin pude llegar, una patrulla de Infantería de Marina ya había ido a buscar a Gil y se toparon con los indígenas que él encontró: una tribu que jamás había hecho contacto con los mestizos. Acá los llaman “blancos”, pero ¡no joda!: nosotros no somos blancos, mire su piel, mire la mía. Se llevaron para La Pedrera a una familia de esta tribu y nadie pudo hablarle. Consiguieron 23 representantes de diferentes lenguas indígenas y ninguno pudo comunicarse con ellos. Nunca se supo qué pasó. Si lo mataron o se lo tragó la selva. Logré hacer el libro después de mucho esfuerzo.
Se dijo que la tribu se lo pudo haber comido…
No, eso nunca. En Colombia y en América jamás ha habido canibalismo. Eso del canibalismo se lo inventaron los españoles, los cronistas de Indias, tal vez para justificar la matanza tan impresionante de millones de seres inocentes, producto de la invasión, del genocidio. Inventaron que los indígenas eran antropófagos y maricas. Los maricas eran ellos, hablando con la verdad: un poco de cacorros que soltaron de las cárceles.
Uno de sus libros más polémicos es La bruja…
Me demoré prácticamente un año en la recolección de datos. Escribir la historia me tomó cerca de seis meses. Conté la vida de una poderosa “hechicera” que les leía la suerte y el futuro a exgobernantes colombianos, políticos y narcotraficantes de varias regiones. Ese libro me trajo una demanda. Primera y única en mi vida, pero no por calumnia, sino por haber violado la privacidad de dos políticas de la Asamblea de Antioquia, muy amigas del mafioso de la historia. Vine a ganar ese pleito en la tercera instancia, cuando la Corte Constitucional implantó una doctrina en la que se dice que a un libro no le pueden cambiar ni una coma los jueces de la república. Las señoras pedían eliminar el contenido de tres páginas. No lo consiguieron.
El año pasado se transmitió la adaptación televisiva de ese libro…
Eso fue una mierda. Fue una adaptación con un mafioso chistoso. ¡Muy mala! La mafia no es un chiste. La mafia acabó con un país, con una sociedad. Además, le metieron escenas de cama. El libro no tiene ni una escena de estas. Lo que no han podido aprender en este país es que una obra audiovisual no tiene que tener cama o sangre para que sea buena.
¿Ha pensado en escribir más ficción?
La técnica es la misma para ambos casos (ficciónno ficción), pero no me ha interesado hacerlo. Por un poco de miedo presenté en el año 2000 un libro como si fuera de ficción: Candelaria. Era una historia que mostraba la relación del narcotráfico colombiano con el mundo. Una historia increíble: el primer envío de cocaína colombiana a Rusia en un submarino soviético. Estuve en San Petersburgo, Moscú, y en el Ártico.
Y allá en Rusia fue donde se golpeó la cabeza…
Sí. La historia de Candelaria (llamada así por una mujer, protagonista de uno de los relatos) terminaba a 520 kilómetros al norte del círculo polar ártico. En un punto llamado Muiscámenni, de la antigua Unión Soviética. Entonces viajé a Rusia y en el momento en que íbamos a salir para la aldea, me resbalé sobre el hielo y me fracturé la base del cráneo. Estuve un mes en la clínica Bódkina de Moscú. No me abrieron la cabeza por fortuna. El médico encargado me dijo “a usted en Occidente le hubieran abierto el cráneo y lo hubieran dejado cuadripléjico. Y solo por cobrarle plata”. Tuve mucha suerte, pero quedé para siempre sin olfato y sin gusto. Se me dañó el chip. El viejito quedó frío [risas]. Pero pruebo y como de todo. Disfruto la comida por mi aguda memoria. Nunca se olvidan las sensaciones. Uno maneja los alimentos con la textura. No es lo mismo un caldo que una sopa.
¿Cómo conoció a Pablo Escobar?
En el medio donde mejor se movía, donde estaban sus mejores amigos: el Congreso. Como se hablaba tanto del suplente del congresista Jairo Ortega, yo lo contacté y le pedí sus teléfonos. Cuatro años después lo llamé.
¿Qué opinión tiene acerca del fenómeno mediático frente a Pablo Escobar?
La verdad, no le he puesto mucho cuidado al tema. Ni siquiera me he visto la serie Escobar: el patrón del mal. Lo que sí le puedo decir es que hay una generación que estaba muy niña y no recuerda o no alcanzó a vivir esa época. Hay otras que no han podido medir las dimensiones del daño que Pablo Escobar hizo al país. Solamente al Bloque de Búsqueda le asesinó a 600 policías.
Hace un par de meses usted lanzó un libro sobre él… (Operación Pablo Escobar).
Sí, es un relato policiaco sobre cómo fue la cacería de cuatro años a Pablo Escobar. Basado en lo que me contó el exteniente-coronel de la policía Hugo Aguilar, quien le dio de baja con el Bloque de Búsqueda. A los años me llamaron de Planeta a proponerme hacer un libro, recordé las entrevistas con Aguilar, también algunos encuentros que tuve con Pablo Escobar. Los transcribí, recopilé mis impresiones. Así se hizo este trabajo. Pero le repito, hay mucha gente que no se ha dado cuenta de las magnitudes de la violencia que produjo Escobar para Colombia. Solamente en el último año y medio antes de su muerte, la policía le quitó 2.700 fusiles AK-47, que es un hijueputa fusil. Ese hecho es un termómetro de las dimensiones de la guerra. Se daban bala en las calles de Medellín.
Después de un primer contacto, Pablo Escobar era el que me llamaba. Mandaba los viernes a varios de sus hombres a recogerme, a eso de las diez de la noche. Nos íbamos para uno de sus dos escondites (casas a las afueras de Medellín, en las montañas. Estaban enrejadas, con muros de swinglea y caminos para escaparse). Tuvimos varias reuniones en las que terminábamos hablando hasta la madrugada. Los bandidos no duermen, y Escobar menos. Recuerdo que usaba tenis por si le tocaba salir corriendo en cualquier momento.
¿Qué puede decir sobre Escobar?
Un hombre frío y calculador, muy poderoso. Se enteraba de todo lo que pasaba en Antioquia. Amo y señor de ese departamento. No era tan inteligente como la gente piensa, o si no, mire cómo terminó por su estrategia de guerra total contra el Estado. En mi libro lo retrato como el real bandido que fue. Cómo sería su poder que mandó a edificar su propia cárcel, La Catedral. Eso todo el mundo lo sabe. Él mismo escogió los terrenos e ideó la forma en que debía estructurarse.
Usted ha tenido una vida de película…, también fue secuestrado por el M-19…
Salí a comprar unos cigarrillos. Eran las seis de la tarde y me echaron mano. Me subieron a un jeep. Fue un secuestro de verdad. Luego a la media hora me dijeron: “Somos del M-19, no tenemos libre acceso a la prensa, excúsenos, lo escogimos para que dé un mensaje al gobierno”. Tenían una carta en la que le pedían al presidente de la época, Julio César Turbay, negociar la paz. Entonces les dije: “No soy mensajero de nadie, denme una máquina de escribir. Con el mensaje les hago una noticia, la firmo y se encargan de repartirla. Me quedo aquí porque ya me metieron en un lío”. Luego les pedí una grabadora, una cámara fotográfica, unos rollos en blanco y negro, otros de color, y me quedé tres días con ellos. Les hice una entrevista, específicamente a su comandante y fundador Jaime Bateman. Salió en El Siglo, y fue un éxito impresionante. Nunca este periódico había circulado tanto. En ese momento nadie sabía quién era el comandante del M-19, se armó un escándalo el berraco.
¿Es verdad que esta historia estuvo a punto de salir en El Tiempo?
Sí. Lo que pasó fue que mi jefe, el señor don Enrique Santos Castillo, me pidió que se la vendiera. Pero él determinaba lo que se podía publicar. Ese mismo día, el señor Alberto Casas Santamaría, a nombre del doctor Álvaro Gómez Hurtado [director de El Siglo] me comentó que ellos también la querían publicar, pero que debía salir completa. Y en El Tiempo conoció a Luis Carlos Galán… Sí. Fuimos muy cercanos. Compañeros. Yo era redactor, también hacía crónicas. Luis Carlos era director de la sección económica. En ese cargo fue nombrado ministro de Educación por el expresidente Misael Pastrana. Muchos años después, Luis Carlos organizó una manifestación en Medellín. Coincidencialmente yo estaba en esa ciudad, y me pidió que lo acompañara. Nos fuimos en su carro, paramos en La Ceja y otros dos pueblos. Luego volvimos a Medellín, a la Plaza de Berrío, donde lo esperaban sus seguidores. Allí, en un discurso inolvidable, expulsó a Pablo Escobar del Nuevo Liberalismo.
¿Ha estado cerca de la muerte?
He tenido sustos. Varios accidentes de avión cuando trabajé en El Tiempo. El primero fue muy cabrón. Me partí la pierna derecha, la parte superior, dos costillas, el brazo derecho y la mandíbula. Íbamos en un avión de un solo motor. Volábamos de Villavicencio a Arauca. Me iba a ir a caballo por la ruta libertadora, haciendo una serie de crónicas para publicarlas por motivo de un 7 de agosto. Vimos un frente de tormenta, es decir, una nube más negra que las demás. Había que aterrizar en el llano, algo peligroso porque una pista allá es un potrero. Logramos aterrizar, pero en el centro había una zanja que no se veía y ahí se metió la cabeza del avión y nos jodimos. El piloto se mató. El segundo accidente fue en un avión muy moderno, bimotor, saliendo de Bogotá a las inundaciones de la costa. Cuando ya habíamos sobrepasado los Andes se apagó un motor. Nos devolvimos, encontramos un potrero y el avión hizo un “barrigazo” para aterrizar. Esa misma tarde volvimos a la costa, salimos en una avioneta. A modo de terapia decidí volver a despegar.
¿Pero no recibió alguna amenaza por parte de algún grupo armado o algún delincuente?
Jamás. Ni siquiera en la selva. Tuve una amenaza, pero no fue nada serio. Había un rumor de que podían atentar contra mi vida. El Tiempo aprovechó un intercambio de periodistas con el periódico Excélsior de México. Me mandaron a trabajar allá diez meses. Cuando regresé, un general que había sido del servicio de inteligencia militar, al que el director de esa época de El Tiempo le había contado sobre la supuesta amenaza, me dijo que dos compañeros del periódico eran los que estaban detrás de todo. Únicamente para joderme y por envidia. “Dos maravillas” de compañeros. Nunca les dije nada y con ellos no ocurrió mayor cosa.
Luego pasó a la televisión con su programa Enviado especial.
Sí. Ese fue el primer programa que sacó la cámara de los estudios. Comencé en el año 76. En esa época solo había dos programas de corte periodístico, pero no iban a los lugares de los hechos. Uno era de Elkin Meza, otro era de Margarita Vidal. Empecé haciendo crónica televisiva, viajando por todo el país. Las barreras de esa época eran las comunicaciones. Teníamos menos medios, menos vías. Los primeros programas fueron en la selva, en el Vaupés y norte del Amazonas. Muchas horas de viaje. Llevábamos las cámaras en mula, en avión, en bote, éramos cinco personas.
¿Se ha sentido agredido por el Estado?
Sí. Cuando me censuraron dos programas. Uno lo censuró la doctora Noemí Sanín, como ministra de Comunicaciones, “gran demócrata”. Fue una entrevista a dos dirigentes del M-19, que habían empezado las charlas de paz con Belisario Betancur. Los contacté en el Palacio presidencial, en un coctel que dio el expresidente. Uno era Antonio Navarro Wolff.
Y el otro programa…
Fue un reportaje que hice a los paramilitares del Magdalena Medio. Era la primera vez que se hablaba sobre ellos. No me lo dejó sacar por televisión “un gran periodista” [risas], que llegó a ser ministro, el señor Carlos Lemos Simmonds. Quien luego reemplazó al presidente Ernesto Samper, durante cinco días, cuando este pidió una licencia, y ahora le dicen “el expresidente Lemos Simmonds” [risas]. Pero ese reportaje no se perdió, lo mandé a El Tiempo, y el domingo de esa semana me lo publicaron con un despliegue impresionante. Aparecieron 300 jinetes de las autodefensas.
¿Qué opinión tiene sobre la desmovilización de los paramilitares en el gobierno pasado?
Lo que yo veo es que no hubo paz con los paramilitares. Hubo una farsa. El excomisionado de paz, Luis Carlos Restrepo, es buscado por conseguir a unos ñeros –trabados con marihuana y bóxer– para que se hicieran pasar por desmovilizados. Con algunos hubo paz, como con Salvatore Mancuso, pero Uribe los extraditó para que no contaran nada. Desde Estados Unidos han estado hablando. Los paramilitares están mucho más vivos que antes, evitando que el gobierno de Santos ejecute la ley de restitución de tierras a las personas que quedan del gran grupo de colombianos que ellos asesinaron, torturaron y desterraron.
Se le conoce por ser un ferviente admirador de las corridas de toros, ¿cómo comenzó esta afición?
A mí toda la vida me han gustado. Fui corresponsal para la revista El Ruedo de Madrid –la más importante en el mundo de los toros– durante diez años. Es que, según cronistas de la época, llevamos más de dos siglos de esta práctica en Bogotá y Cartagena. Son una evocación de las fiestas de San Fermín de Pamplona. Ha dado varias declaraciones en las que critica la decisión del alcalde de Bogotá, Gustavo Petro, de prohibir esta práctica.
Ha dado varias declaraciones en las que critica la decisión del alcalde de Bogotá, Gustavo Petro, de prohibir esta práctica. ¿Le ha traído problemas su posición?
Para nada. Se sabe que Petro lo que quería, en primera instancia –luego cambió su discurso–, era acabar con un “pasatiempo de la oligarquía”. Él no deja de ser lo que ha sido: un guerrillero. ¿Cómo un tipo del M-19 va a venir a hablar de crueldad? Como he dicho en varias ocasiones, habría que preguntarle si son más peligrosas las corridas que tomarse el Palacio de Justicia. A él lo que le molesta es la oligarquía. Porque yo me pregunto: los zapatos que se pone el doctor Petro, los cinturones y la carne de res que él come, ¿de qué toros son? ¿De toros que han muerto de viejos o por infartos?… ¿O de toros que han matado a cuchillo en los mataderos? Ahora que menciona la toma del Palacio de Justicia, hizo un libro sobre esta tragedia… El palacio sin máscara. Aquí hablan los sobrevivientes. Tomé lo que declararon estas personas ante los jueces, bajo la gravedad del juramento. Trascrito de los sumarios e investigaciones siguientes. Realmente, con ese trabajo, no logré esclarecer nada sobre el magnicidio. Solo mostrar algunos testimonios de esta matanza indiscriminada perpetuada por el Ejército.
¿Qué piensa respecto a los procesos de paz con las Farc?
Las Farc son el cartel del narcotráfico más grande de Suramérica. Así que olvídense de hacer la paz con ese grupo. Ellos ganan miles de millones con la cocaína, más allá de cualquier consideración política o social.
¿Qué se debe hacer, en su opinión, respecto al narcotráfico?
Este problema lo debe examinar la comunidad internacional. Todo el mundo sabe que nuestro principal problema radica en el consumo de Estados Unidos. Aquí hay cocaína por ese país. Son la nación más viciosa de la humanidad. El tráfico de coca
empezó porque ellos vinieron a buscarla. Fueron los gringos los primeros que mandaron muchachas colombianas con coca. Luego, gente como Escobar, se dio cuenta de lo rentable que era este negocio y se metieron. Acabarlo sería coserles las narices a los gringos. Qué me dice del festival de música Woodstock. Allí el mundo vio a millares de gringos revolcándose en el suelo, trabados con marihuana, LSD, cocaína, diciendo haga el amor y no la guerra. Que no se hagan los “maricas”. Si la gente come pan, yo pongo panadería. [Germán Castro se queda callado por unos segundos. Luego me dice entre risas “¿qué me pasará?… Hoy estoy como agresivo…”]
¿Tiene planeado escribir sus memorias?
No, para nada. Con 20 libros, 72 años, ya es suficiente. El ego no me da para tanto. Sigo buscando historias. Ahora mismo me voy a reunir con un churro de vieja, una “paraca”. Es una de las dueñas de Mesa de Yeguas. La guerrilla le pidió “vacuna”, ella se levantó un contacto de los paramilitares de alias “McGuiver” y los mandó para Viotá. Comenzaron matando al alcalde, a su secretaria y de ahí para abajo a 103 guerrilleros de las Farc. El problema fue que después los paramilitares le hicieron lo mismo que le hizo la guerrilla y se le quedaron con una finca. Con esa historia estoy hace un buen tiempo.
¿Continúa con algún vínculo con los personajes que ha entrevistado?
Como todo periodista, jamás vuelvo a saber de ellos. Los entrevisto, durante este tiempo mantenemos una corta relación y luego no los vuelvo a ver. Usted es un autor obligado en los planes de estudio de muchos colegios del país…
¿En serio?
Sí. Por eso conocí a los 13 años el libro Mi alma se la dejo al diablo… Esa fue una de tantas historias de selva, en la selva del río Yarí, al suroccidente de Florencia, Caquetá. Este río es muy caudaloso –en invierno desde luego– y lo que pasó fue que unos buscadores de caucho de balata, una variedad para hacer bolas de golf, se extraviaron en esta zona. Las primeras ediciones tenían la portada negra y la letra original del muerto, un campesino llamado Benjamín Cubillos, quien murió abandonado en la selva por negligencia de su patrón, un gringo que quería construir un campamento turístico en esta zona. Donde terminaba el Yarí encontraron una cabaña, y al lado su esqueleto con una Biblia y una especie de diario que terminaba diciendo “Mi alma se la dejo al diablo”.