COCHISE: “LLENADOR”, AVISPADO Y CANSÓN

COCHISE: “LLENADOR”, AVISPADO Y CANSÓN

Medio: El Tiempo.

Fecha: 26 de septiembre de 1971.

Por: Germán Castro Caycedo / Fotos: Sin registro.

Aquel 22 de diciembre la vida de Victoriano Rodriguez había comenzado a escaparse lentamente. Ese campesino de piel endurecida por los hielos del amanecer y el sol picante de las montañas antioqueñas debió comprender que la batalla estaba próxima a terminar.

“Vallecitos”, con sus grandes extensiones de cultivos, le había parecido incontrolable en los últimos meses, porque su energía estaba minada por una enfermedad que le corroía el corazón. Frente a él, a su esposa, a sus hijos, acaso la última esperanza era la ciudad, de la cual conocían muy poco, pero cuyo reflejo de mayores comodidades no desconocían del todo. Por lo menos allí habría médicos.

En el campo cada amanecer había significado un reto para Victoriano, porque detrás de él había varias bocas que esperaban en las últimas horas de la tarde su regreso con los 80 centavos que le significaban su jornal de mayordomo.

Cuando aquel día los ocho tomaron el camino de Medellín se convirtieron en una familia de inmigrantes, Victoriano vería por última vez a “Vallecitos”. Adelante marchaban Francisco Román, uno de los hijos de su primer matrimonio, de quien debía depender estos últimos días de su vida; Gertrudis, su esposa; Teresa del Niño Jesús, Carlos, Gabriel, Celina y Alicia, sus pequeños hijos.

La ciudad los aguardaba con una inmensa casa solariega en la periferia, de la que hoy recuerdan solamente los extensos corredores de ladrillo, la puerta del campo, las habitaciones oscuras y la nube de zancudos que no los abandonó ninguno de los atardeceres que pasaron allí.

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Pero Medellín, una ciudad que les pareció inmensa en el segundo año de la década del 40, significaba algo más que las pocas comodidades que Victoriano había esperado:

Cuatro meses más tarde, los médicos no habrían de conocer sus afecciones y en la tarde del 25 de abril la muerte puso fin a su larga vida, en la que solamente conoció la rudeza del trabajo. Para la familia quedaba detrás del sabor de la muerte un largo camino de dependencia económica de Francisco Román y su pequeño puesto de verduras en la plaza de mercado.

Once días antes de la muerte de Victoriano y cuatro meses después de haber llegado de “Vallecitos”, (la hacienda de Fredonia), en una de las espaciosas habitaciones de aquella casa, nació Martín Emilio, el menor de la familia. Fue la madrugada del 14 de abril de 1942. Su madre recuerda vivamente la angustia de aquel amanecer en el cual “Victoriano y yo caímos a la cama: él para vivir sus últimas horas y yo para dar a luz a Martin… unos pocos días después debía morir mi esposo. El niño no lo conoció. Los demás deben recordarlo muy poco porque entonces estaban muy pequeñitos; la mayoría tenía solo 9”.

Para los pequeños, si bien los primeros años transcurrieron en medio de las restricciones que imponían las pequeñas ganancias de su hermano medio en la plaza de mercado (con las cuales debían sostenerse todos), la vida no les fue tan difícil inicialmente. Pero la ciudad, con su subempleo, sus salarios de hambre, su exigencia de personas que conocieran trabajos definidos, no les daría tiempo para prolongar esa vida de felicidad infantil. Ni para prepararse con el fin de afrontar, más o menos ventajosamente, la lucha futura.

Con el fallecimiento de Román comenzaría una etapa aún más dura, en la cual la familia iniciaría una peregrinación de casa en casa en busca de albergue: de hacinamiento en pequeñas habitaciones de casa de inquilinos, hasta cuando los hijos, a muy temprana edad, emprendieron sus primeros trabajos.

Las hijas mayores contrajeron matrimonio muy jóvenes y sus hogares, un poco después, se convirtieron en el refugio que les devolvió aquella vida inicial en la ciudad con relativas, pero en todo caso, mayores comodidades. Gabriel, uno de los hermanos mayores de Martin, recuerda hoy, sentado tras el escritorio de ejecutivo en su floreciente negocio de repuestos automotores:

«Cuando murió el que estaba viendo por nosotros, vinieron épocas todavía más duras. Caímos en una casa de inquilinos; todos en una sola pieza. Anteriormente habíamos vivido en varias casas, pero aquella nos pareció muy dura, porque, al fin y al cabo, estábamos acostumbrados a vivir solos, con más aire, con más espacio para cada uno…».

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Los recuerdos de los primeros años de Martín Emilio Rodríguez aparecen borrosos en la mente de su familia. Acaso porque su vida de niño, hasta cuando comenzó a trabajar a la temprana edad de 10 años, fue demasiado normal.

Su hermano Gabriel habla de la situación de la familia y de sus primeros años en Medellín, con reticencia:

«Mi padre era mayordomo en una finca de Fredonia. Recuerdo muy poco de él porque cuando murió yo tenía cinco años y medio… tal vez, solo que había nacido Guarne, que contrajo matrimonio con mi madre en Envigado y que todos los días de su vida trabajó de sol a sol. No recuerdo el día en que nació Martin; solo que estábamos recién llegados a Medellín y vivíamos en una casa grande donde murió mi padre. Comencé a trabajar a los 9 años vendiendo prensa. Era muy duro porque tenía que levantarme a las tres de la mañana para terminar a las ocho, hora en que entraba a la escuela a estudiar. En esos días la situación de la familia era muy difícil. Nos ayudaba el “entenado” de mi madre, mi hermano medio, Francisco Román.

Durante nuestra infancia la vida fue de muchas privaciones. Martín comenzó a trabajar a los 10 años en una carbonería, ayudando a traer el tiro de caballos para la carreta del repartidor en Manrique. Luego se empleó en un bar. Después de nuestra primera casa en Medellín, no lejos del aeropuerto, en medio de unos potreros llenos de zanjas con agua estancada y muchos zancudos, vivimos en varias casas.

Mi madre sacó adelante sola a la familia. Era una mujer estricta y si no hubiera sido por ella, quién sabe a dónde hubiéramos llegado nosotros. Porque dimos con esa madre, hoy somos lo que somos. Pero, en realidad, ella nos castigó muy poco, pues éramos buenos hijos. El que si era celoso y nos castigó bastante fue el hermano medio».

Doña Gertrudis, una mujer que aún conserva su gran vitalidad, tiene una recia personalidad. Sentada en la sala de su casa,en un barrio clase “A” de Medellín, no hace gran esfuerzo para tratar de rehacer algunos pasos de su primera experiencia en la capital:

«Para Martín su época de niño fue de grandes privaciones económicas porque éramos muy pobres. No teníamos una parte fija dónde vivir e íbamos de casa en casa de los familiares o alquilando piezas con las hijas casadas, pero viviendo siempre unidos. Yo creo que Martín nunca tuvo infelicidad de parte mia. Los castigué, es cierto, un poco, pero es que yo quería que cuando fueran grandes pudieran mantener la frente alta en cualquier parte. A la muerte de Victoriano trabajé muy duro en la casa. Lavaba y planchaba ropitas y con eso ayudaba un poco a quien nos estaba apoyando: el hijo del primer matrimonio de mi esposo.

Medellín nos recibió muy duro. En nuestra primera casa de Guayabal, la única distracción era mirar cuándo llegaban y salían los aviones del aeropuerto. Allí a todos los hijos, menos a Martin, les dio paludismo por los zancudos. Pero dejamos ese sitio pronto. Allí solo vivimos unos 9 meses.

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La primera escuela de Martín quedaba a unas 20 cuadras de la casa, así que tenía que hacer cuatro viajes al día; unas ochenta calles, ocho kilómetros a pie. El comenzó a estudiar a los siete años en la escuela Alfonso López, de Manrique, y su primera maestra lo quiso mucho; decía que era muy inteligente. Yo, en realidad, salía muy poco de la casa; siempre he vivido encerrada viendo por mis hijos y no conocí a los maestros de Martín. Solo sé que él, después de que le cambiaron a esa profesora, fue a varias escuelas porque los maestros no lo entendían y lo castigaban mucho… Hasta que dejó el estudio y se fue a trabajar al “Bar Chabané”.

Cuando me dijo que no estudiaba más, yo no lo obligué a seguir. Más bien después de haber ganado sus primeras vueltas a Colombia ha traído a la casa profesores y estudia bastante. Lo que sabe lo ha aprendido así. En su vida hay algunos años que no puedo precisar bien, hasta cuando comenzó a trabajar en una droguería. Su sueldo fue un poco mejor. Allí, montando en bicicleta, se aficionó al deporte. Pero me ayudaba mucho económicamente. Era responsable; me traía su sueldo siempre».

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Trepado en una escalera de su farmacia, Roque Osorio busca un jarabe. Es un hombre de unos 55 años que desciende lentamente, y después de atender a la mujer que vacila un poco en la escogencia de la droga, prefiere conversar en otro sitio. Salimos a la esquina.

«Si, fui uno de los primeros patrones de Cochise Rodríguez en la Farmacia Santa Clara, de dónde han salido algunos de los mejores ciclistas de Antioquia. Todos han comenzado como mensajeros…

Cochise era un pelado pequeño el día que comenzó. No tenía siquiera físico aceptable, mucho menos bicicleta. A mi me pareció que no iba a poder con el puesto. Sin embargo, lo empleé. Comenzó ganando 75 pesos al mes y solo estuvo unos 18 con nosotros. Fue muy bueno, el más veloz.

Nosotros le dimos su primera bicicleta: un aparato destartalado que luego él fue cambiando hasta cuando compramos una nueva de semicarreras. Ahí decidió irse. Prefirió el ciclismo. Como ahora, Cochise era un muchacho charlatán, cansón, llenador, avispado. Yo creo que su modo de ser no ha cambiado nada. Para mi es el mismo de antes. Los triunfos no han influido en su personalidad.

Desde pequeño mostró un deseo tremendo de superación. Esto se le veía en cosas tan pequeñas como esta: comía bastante pero prefería golosinas que no alimentaban. Así que un dia le aconsejé que escogiera mejor frutas o algo que le ayudara en su físico. Y puso atención; desde entonces mejoró mucho en ese sentido… Por sobre todo, ¿sabe cuál ha sido su éxito? Quel nunca toma nada a pecho. Para él la vida ha sido una sola charla».

Cochise pasó a otra farmacia después de haber hecho sus primeras experiencias en el ciclismo como “;turismero” y en 1960 conoció a quien luego debía ser su rival más encarnizado en las carreteras colombianas: Javier Suárez.

«Corría tal vez el año 60, Cochise comenzó a llevar a la farmacia donde yo trabajaba pedidos de alcohol. A mi me llamó la atención, porque en cada viaje transportaba dos cajas: 48 pesadas botellas con las cuales, en la parte trasera de su bicicleta, perseguía en subida a los carros, y los alcanzaba hasta pegarse a ellos. A su edad, tendría unos 18. Esto significaba una fuerza tremenda. Eso me impresionó

mucho.

Empecé a tratarlo un año más tarde. Hicimos una amistad muy sincera, muy noble. En ese entonces Cochise ya tenía fama en el medio de los aprendices de ciclismo. inspiraba respeto porque había ganado sus primeras pruebas, que fueron muy duras. El no siempre tenía dinero y entonces debía fiar una tiendecita de Manrique. Entonces le propuse que juntáramos las propinas que ganábamos y las gastáramos ambos. Así transcurrió no sé cuánto tiempo. Todas las tardes, a las 7, subía hasta su casa por él y lo bajaba cargándolo en mi bicicleta. Todas las noches, antes de irnos a dormir, comprábamos un litro de leche y un peso de bananos.

Entrenamos muy duro por varios años. Al comienzo yo lo recogía en su casa todas las mañanas a las cuatro y media y hacíamos unos 80 o 100 kilómetros. Las carreteras de Antioquia presentaban entonces un peligro: los asaltantes que esperaban emboscados para robarnos las bicicletas. A nosotros nunca nos pasó nada.

En esa época, él vivía en casa de su hermana casada. Era una edificación cómoda. Lo consentían, lo ayudaban bastante. La vida de Martín, como la mía, fue muy corta en bicicletas de turismo. Él comenzó primero y cuando fue a la Vuelta como novato, yo aún era turismero».

Para Horacio Gil Ochoa, el primer reportero de ciclismo del país, tal vez la misión que se le encomendó una tarde de marzo de 1960 resultaba poco interesante: debía hacer gráficas “de un muchacho nuevo que parece que anda bien”. Trabajaba como cobrador en un consultorio dental y era un desconocido. Horacio Gil estaba acostumbrado al roce con los ases. Por eso no le dio mayor importancia a su cita. Después del mediodía encontró al desconocido bajando las escaleras del consultorio con una bicicleta de carreras, la primera de su vida, al hombro.

“Cochise me pareció un muchacho bueno, como lo es hoy. Yo creo que la gloria no lo ha alterado” dice Gil, quien ha seguido desde entonces muy de cerca la vida deportiva de Rodríguez.

Para este hombre de 40 años,que ha logrado las mejores gráficas de la historia ciclística nacional, Cochise no tiene, nunca ha tenido, problemas. mayores en su vida, porque esta ha transcurrido sin un interior oscuro, sin un fondo revuelto. “Yo creo que para Martín no ha significado nada la pobreza que dejó atrás, porque a pesar de ella vivió plenamente desde el momento en que nació. Yo diría que es un hombre que ha podido realizarse íntegramente en todos los minutos, en todos los segundos de su existencia. Al parecer, la bicicleta llenó en él todos los vacíos que pudieron dejarle algún día sin almuerzo, o una navidad sin juguetes. La pobreza, su vieja pobreza, al parecer ni siquiera ha sido acicate en su vida deportiva”.

Las palabras de Gil Ochoa, el viejo zorro del ciclismo nacional, encuentran un paralelo con los recuerdos de Gabriel Rodríguez, hermano de Cochise: ”La vida fue más fácil para Martín. Tanto, que yo no pude seguir en el ciclismo. Competi, pero la obligación de la casa no me permitió continuar con ese lujo. Corrí en turismo porque el alquiler de una bicicleta de carreras valía uno con cincuenta al día y solo ganaba 45 pesos al mes. Además, Martín tuvo suerte, porque, al comenzar, encontró un trabajo donde algunas veces le daban bicicleta. Y con Luis Carlos, el otro hermano, le ayudamos un poco.

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Muy cerca de la iglesia de Los Dolores, a unos pasos de la sombreada plaza de La América, donde bajo los árboles de mango, adormilados por el calor de mediodía una decena de hombres esperan el paso de los buses que van al centro de Medellín, está el consultorio del médico Vinicio Echeverri. Es una casa vieja, de techos altos y paredes cubiertas con blanquimento. Frente a su pequeño escritorio y colgando de unos cuernos de ciervo, se mece con la brisa el estetoscopio, con el cual este antiguo dirigente del ciclismo antioqueño ausculta la barriga de sus pacientes. Siguió a Rodríguez desde el día de su primera carrera en bicicleta de turismo. Era el número 58 y tras un alarde de poderío, trepó a Santa Elena y se coronó segundo.

Para el médico de cabeza blanca y espíritu de joven de 18, que conoce estrechamente la vida del fenómeno, poco de lo que sabe todo el mundo se puede agregar a esta historia, porque los pasajes de Cochise no deben decirse. Para este médico son parte de su secreto profesional.

Él recuerda perfectamente toda la lucha de Rodríguez, de quien dice:

«A Martin le ha faltado aún un poco de formación, No ha entrado todavía a la verdadera edad adulta y sigue siendo un infante. Yo creo que, en parte, a eso se deben los altibajos en su carrera deportiva, fruto de desórdenes por su mismo espíritu juvenil.

Sin embargo, su trajinar diario, sus derrotas, sus viajes al exterior, le han servido. Ha asimilado bastante. Por eso ha llegado a donde está.

Al tomar la primera máquina de carreras, y con sus primeros triunfos, Martín tuvo la suerte de encontrar a Isabelita Angel, su patrocinadora. Ella, que asistía a todas las carreras, lo ha ayudado moral, física y materialmente, además de que le ha administrado las cositas que ha ganado. Isabelita Angel fue quien formó a Cochise en todo sentido».

Tras la pesada puerta de roble tallado, la casa de rejas de hierro, arquerías y escaleras de sabor mediterráneo, está silenciosa. La biblioteca es acogedora. Dos centenares de libros se esconden en anaqueles formados por el enchapado de madera oscura que cubre las paredes.

El patrocinador de Cochise habla lentamente. Mide cada una de sus palabras; no quiere ponerse a encadenar recuerdos. Además, esto tomaría muchas horas.

«Para Martín hemos sido una segunda familia. Todos saben cómo es él: un muchacho locato, pero muy bueno en el fondo, con un mérito muy grande que es haber triunfado sin hacerle mal a nadie…

Es tímido, profundamente tímido y fuerte ante la derrota. Tal vez en este sentido su golpe más grande fue la Vuelta a Colombia que le ganó Javier Suárez.

En estos últimos años su mentalidad ha cambiado, pero conserva su alegría de niño espontáneo y tiene un gran desapego, ese desapego infantil por las cosas. Ese debe ser el secreto de su éxito».

A pesar de esa aparente indiferencia, Rodriguez ha exteriorizado algunos momentos de vivencias intensas: “Tal vez los más notorios han sido las rivalidades violentas con Ramón Hoyos y con Javier Suárez”, dice Horacio Gil Ochoa.

«Con Ramón han mediado cosas que todo el mundo sabe. Martín le ha respondido a él, no por un micrófono sino pedaleando. Con Javier Suárez todo comenzó artificialmente. Salió de la boca de los seguidores de ambos, encontró eco en la prensa y trascendió en sus vidas más tarde».

Esta mañana, cuando comenzamos a revisar una serie de grabaciones con Javier Suárez, me dijo: “Como se trata de la vida de Martín, quiero colaborar con usted para que su trabajo le quede muy bien hecho. Él lo merece todo”. Luego relató:

«Nuestra rivalidad estuvo siempre planteada en la carretera, pero nunca se había traducido en nuestras vidas. Sin embargo, eso fue inevitable. El comenzó a alejarse de mí. Yo lo busqué varias veces para que siguiéramos la amistad, una amistad muy sincera, con detalles que nunca se me olvidarán… Pero fue imposible.

Yo lo vi mal, especialmente después de la Vuelta de 1965, que le gané sobre la misma meta final en Bogotá. Reaccionó como nunca: fue bastante brusco. No me dijo nada, pero yo sabía que cuando un compañero de equipo gana, uno por naturaleza se alegra… y yo había ganado mi Vuelta; era la gran aspiración de mi vida. Por eso creí que no le había molestado tanto. Sin embargo, me di cuenta de que no sabía perder. Esa rivalidad duró hasta 1967 y la amistad vol- vió como era antes, cuando un día, estando yo en cama enfermo, me vino a visitar.

Nunca he sentido celos profesionales de Martín, sencillamente porque siempre lo he admirado como deportista. Si yo tuviera sus cualidades estaría en el sitio de él, o muy cerca. Pero Dios no me las ha dado. Yo me he hecho a base de constancia… Nuestra amistad no se podrá romper nunca, porque atrás han quedado cosas grandes para los dos, como la ayuda que me dio cuando, siendo yo aún turismero, él corrió la primera Vuelta a Colombia. Recuerdo, por ejemplo, cómo, no teniendo yo verdaderamente dinero en esa época, después de los entrenamientos Martin me pagaba el desayuno».

Esta cara oculta de Cochise frente a la derrota, para quienes lo han conocido desapareció en los últimos años, Julio Arrastia, quien lo ha seguido desde sus primeros triunfos y ha vivido a su lado momentos importantes de su vida, lo analiza detenidamente:

«Martín pierde, sufre bastante. No demuestra el dolor de la derrota, pero lo siente interiormente, pues, como a todo buen corredor, no le gusta perder. Después de caer, parece alegre, pero la procesión le va por dentro. A primera vista puede parecer tosco, pero más bien es un hombre muy sincero. Lo que sucede es que la franqueza causa siempre resquemores, Yo creo que Cochise, el niño, el buen niño que sigue siendo, ha adquirido últimamente una mayor experiencia, más responsabilidad. Ahora entiende perfectamente lo que él es para Colombia y se ha dado cuenta de que cualquier equivocación en sus apreciaciones a veces producen polémicas. Antes no titubeaba con ciertos conceptos que no le convenían, pero que de todas maneras exteriorizaban lo que sentía. Para mi su gran virtud, su mayor virtud ha sido siempre no preocuparse demasiado por las cosas. Por eso ha llegado tan lejos».

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La vida de Cochise ha transcurrido siempre sobre una bicicleta. Desde los primeros años de su juventud es necesario asociarlo con el ciclismo. Su infancia está turbia en la mente de quienes le conocen. Inclusive de su familia. Para sus amigos, Cochise nació solamente con los primeros triunfos. Atrás queda la vida de un niño oscuro que ha vivido intensamente, que no conoció a su padre, pero que es el fenómeno más grande que ha dado Colombia en su larga historia ciclística.