Germán Castro Caycedo es uno de los periodistas y cronistas más persistentes de Colombia. Lleva cincuenta años sin soltar la pluma. A sus 73 años sigue publicando libros que se reeditan sin descanso. Es el autor de periodismo más vendido en Colombia y sus libros han sido traducidos a varios idiomas, japonés y griego, entre ellos.
Castro Caycedo nos concedió esta entrevista en dos tardes (por las mañanas siempre escribe). Su estudio es amplio y los objetos sobre su escritorio son un reflejo de su trabajo: grabadora de casete y máquina de estenógrafo par transcribir él mismo todas sus entrevistas y agenda de teléfonos por especialidades. Al lado, un audiolibro de las aventuras de Sherlok Holmes, el suspicaz detective de Conan Doyle.
Castro Caycedo refunfuña del “nuevo periodismo” gringo, que según él no nació en “mia-mi”, -como le gusta decir de Miami- sino que se inventó mucho antes con los cronistas de Indias. El periodismo narrativo lo aprendió de los reporteros de los años 50 en Colombia a quienes leyó con pasión y fueron su modelo. En el centro de uno de los muebles de su estudio reposa la réplica de un buque en madera a escala. En la otra pared cuelga una máscara indígena del Amazonas. Ambos resumen obsesiones recurrentes en sus libros: las historias de selva y los barcos.
El reportaje ha sido su género estrella, el cual empezó a cultivar desde muy joven cuando se inicia como reportero para el diario La República. Su firma empezó a ser reconocida en las páginas de El Tiempo, donde se ganó un espacio como cronista, un privilegio que lo puso a salvo del trajín cotidiano de las noticias. Sus historias investigadas, con testimonios de primera mano recogidos en el lugar de los hechos -con frecuencia municipios olvidados o recónditos- marcaron la diferencia con un periodismo que solía hacerse desde los escritorios.
La misma fórmula, la aplicó en la televisión donde durante 16 años dirigió Enviado Especial, un programa de denuncia que significó una ruptura en la historia del periodismo televisivo al sacar las cámaras y los periodistas de los estudios para llevarlos a la escena de los acontecimientos.
Su primer libro, Colombia Amarga (1976) es hoy un clásico del periodismo colombiano. En los 17 títulos que le han seguido Castro Caycedo no ha abandonado su fórmula de éxito: esmero en la reportería, un estilo que privilegia la voz de los protagonistas y olfato para las historias que trascienden el tráfago de la coyuntura.
¿Cuándo supo que quería ser periodista?
Mi modelo fue la crónica de los cincuenta y sesentas con reporteros como Germán Pinzón y otros de esa generación. Yo me acuerdo que estando en sexto de bachillerato, en 1959, leí en El Tiempo una crónica de Camilo López. Era una entrevista a un sobreviviente de un accidente de un vuelo de Florencia a San Vicente del Caguán. Me acuerdo hasta el nombre del personaje: Atala Tapicha, el sobreviviente. Era un señor muy conocido en Neiva. Se quedó enredado en la copa de un árbol. Camilo fue hasta allá, le hizo una entrevista magnifica y la volvió monólogo. Leí cuatro veces la entrevista. La primera vez me la devoré y después fui analizando, descubriendo el ritmo y otras cosas de la estructura. No fui al colegio por la tarde, se me pasó el tiempo. Y ahí me afirmé: voy a ser periodista.
¿Le parece que es un lujo en periodismo escribir crónicas?
A mi me daba mucho espacio y mucho tiempo; quince días, veinte días, un mes. La falta de tiempo es la desgracia del periodismo de hoy. Si el periodista se va a la selva, pues no puede volver en media hora. Y si se va a la selva entonces tiene que vivir la selva. Ir y ver amanecer y anochecer allá. Es que ese es y ha sido el periodismo en el mundo. Colombia es una decadencia por donde se mire: desde los contratos del estado hasta el tiempo que les dan a los periodistas en los diarios y en la radio.
Usted dice que siempre ha hecho lo mismo. Pero después de cincuenta años de carrera. ¿qué cree que ha cambiado del primer libro al último?
Entre Colombia Amarga, mi primer libro de 1976 y mi último libro Objetivo 4 de 2010, naturalmente he ganado experiencia, sobre todo en la técnica para contar. La técnica la empecé a aprender en el diario La República con un jefe de redacción que se llamaba Alfonso Alzate. El me enseño que para el reportaje se usan las mismas técnicas de la ficción. Y me explicó, “¿Tú sabes lo que es un chasis de un carro?” Sí, sé lo que es un chasis de un carro. Esas es la estructura. Luego tiene cuatro ruedas que le dan el ritmo a un reportaje. Alfonso Alzate me dijo también el que le hable a usted de objetividad, ese se quedó en 1700. No le ponga cuidado, no pierda tiempo, no lo escuche. Eso en periodismo no ha existido, ni existe ni existirá jamás. En cuanto haya seres humanos, cada cabeza es un universo. Entonces olvídese de la objetividad.
¿Eso a usted lo sorprendió?
No. El me explicó que en el periodismo se manejan con dos conceptos: el equilibrio y la precisión. ¡Qué coño objetividad!, me dijo. Nunca sucede un hecho sin que haya por lo menos tres versiones. Dele cabida a las tres versiones y tendrá un relato equilibrado.
Por eso en mi trabajo suelo usar dos estructuras literarias: la secuencia rota y la secuencia lineal. La primera permite, precisamente darle cabida a cada una de las versiones. Minuto uno: personaje uno vio tal, personaje dos vio tal, personaje tres vivió la cosa así. Minuto dos: personaje uno la vivió tal, personaje dos, etc. Y así todas las versiones se van cruzando.
La lineal es, dicho en la forma más sencilla, empezar cuando la gente nace, luego cuando es niño, luego cuando es adulto, luego cuando es viejo y termina cuando muere.
Después encontré la grabadora y empecé a grabar las entrevistas, pensando en precisión.
¿Siempre graba todo?
Aquí no hay leyes. Utilizo la grabadora para precisión pero también para la musicalidad, porque cada persona habla con diferente entonación. Y puede cambiar un poquito la sintaxis, la puntuación dependiendo de cómo habla la gente. Un llanero, un pastuso, un guajiro le pueden cambiar a usted la puntuación. Para las impresiones personales, las observaciones, las descripciones prefiero tomar notas en una liberta.
¿Qué otras herramientas de la literatura usa?
Los relatos deben comenzar fuerte y terminar fuerte. Ahí empieza uno a manejar los climax, los momentos intensos del relato, que son como columnas de una construcción. Si pone una columna al comienzo y una al final, el techo se le va a caer un poco. Entonces pone dos o tres climax en el centro y le queda parejo o en subida.
Pero para comenzar fuerte, generalmente hay que cambiar el orden del relato. A menos que el personaje haya nacido en un diluvio. Entonces ¿qué pondríamos? Empezaríamos, por ejemplo, con el primer amor. Y luego tiene que nacer. Eso se llama un tiempo recuperado. Entonces usted va cambiando, poniendo los momentos intensos, y entre uno y otro, poniendo los tiempos recuperados. En colombiano arribista se le dice flashback.
¿Usted cómo decide que un tema merece un libro, lo sabe de antemano o lo va descubriendo a medida que investiga?
Eso es olfato periodístico. El noventa y cinco por ciento de mis libros ha salido de noticias de prensa. Si una noticia que dice “Perdido un marinero en el Amazonas”, no da para un libro pues entonces yo me quito la cabeza. ¿cierto? A los cuatro años de suceder la historia del Karina, un buque que venía cargado de armas para el M-19 y tuvo un combate con uno de la Armada, en un coctel oí que un militar decía “Es que no hay derecho que los tres bandidos, los tres guerrilleros que venían en el buque los hayan dejado libres”. Cuando oí que los habían dejado libres yo dije, ahí hay un libro a huevo.
¿Y cómo llego hasta ellos?
En ese momento el M-19 estaba en charlas con el gobierno y logré acceso a ellos. Comencé por las versiones de los guerrilleros. Después busqué a la tripulación del buque de la Armada. La mitad de las armas habían sido descargadas y mandadas a la Guajira en otro buque. Me fui para la Guajira y busqué a los marimberos que ayudaron a esconder las armas. Luego para llevar esas armas al Caquetá secuestraron un avión. Entonces busqué al piloto del avión. Todo para hacer una cosa equilibrada, y además un verraco relato completo, un verriondo relato que parece que es una novela.
Una vez los encuentra, ¿cómo se acerca a ellos? ¿Cómo logra que la gente le cuente todo en detalle?
Son muchas entrevistas. Mínimo cinco o seis. Lo primero es encontrar el tema. Segundo leo toda la prensa del momento. Ahí salen fechas, nombres y sitios, básicamente. A veces lo difícil no es tanto encontrar a las personas sino que cuenten lo que saben frente a una grabadora. El que esconda una grabadora, eso no se llama periodismo. Eso se llama “hijueputismo”, atraco.
Para el libro del Karina, por ejemplo, fue muy difícil encontrar a los guajiros ex traficantes de marihuana. Ya la marihuana se había ido al diablo. Lo gringos eran los primeros productores del mundo y los tenían arruinados. La primera barrera era no conocer a nadie de ese mundo y la segunda ser “cachaco”. Cuando llegué a Riohacha, mi único contacto era el alcalde. Un día nos fuimos a un restaurante que se llama Casaluminio a la salida de Riohacha. De golpe un tipo que yo no conocía me saludó. Era el hermano de Lucas Gómez van Grieken, un guajiro que yo había entrevistado para la TV en la cárcel antes de que lo extraditaran. Iba a ser el primer extraditado. Al tipo no lo extraditaron finalmente y el estaba seguro que había sido porque el noticiero repitió varias veces esa entrevista. Me dijo: ¿qué necesita? Le dije: la historia del Karina. Me llevó a su casa y allá me conectó con los marimberos. Me llevó después a la pista clandestina que utilizaron… eso fue un milagro.
A lo que voy es a esto: no se puede hacer un reportaje o una crónica si no se va al sitio donde ocurrieron las cosas. A los marinos los entrevisté dos o tres veces a cada uno y con los guerrilleros varias veces también. A esos marimberos les hice, fácilmente, doce entrevistas y tres viajes.
¿Y se dejaron grabar así de fácil?
El señor ese era un capo y les dijo que me contaran y pues me contaron. Y le dije, dígales que yo voy a grabar pero que yo les traigo las cintas para que las destruyan. Y se las llevé.
¿Usted transcribe las entrevistas? Con tantas debe ser tedioso.
Jamás lo he delegado. Todas las transcribo palabra por palabra. Primero, porque al transcribir me aprendo la historia. Segundo, porque veo los baches. Tercero porque veo los subtemas que hay que eliminar. O sea, digresiones en términos de narrativa. Cuarto, porque voy entendiendo al personaje, su manera de ser. Y además veo donde están los climax. Veo cómo comienzo y cómo debo rematar.
¿Qué tipo de transacciones suele hacer usted con sus fuentes, especialmente cuando estas fuentes se juegan el pellejo?
Con cada uno hay que hacer un trato. Yo no soy un detective del DAS. Soy un periodista que recoge historias. Yo no puedo ponerme al margen de la ley tampoco. Pero tampoco voy a señalar a que jodan a la gente. Muchas veces cambio nombres.
En Perdidos en el Amazonas, algunos de los que aparecen con nombre propio en el relato cuentan con crudeza como mataban indios, por ejemplo.
No recuerdo. Pero por ejemplo en Mi alma se la Dejo al Diablo hay unas secuencias en que hablan los infantes de marina que fueron a buscar a un hombre también perdido en la selva. Entre ellos cuentas que unos indios que llevaban como guías mataron a otros. Ahí puse unos indios miraña que iban de guías mataron a unos indios de otra tribu desconocida. Pero no dije, ni sabía como se llamaban.
Algunos periodistas acostumbran darle a leer a las fuentes antes el relato. ¿Usted lo hace?
No, olvídese. Por eso hago varias entrevistas a la persona para que todo quede claro. De lo contrario acaba uno lidiando con “quítele esto y quítele lo otro”. Si no soy un delator ni un sapo pues mucho menos soy una mecanógrafa. Qué carajo. Me hubiera ido a una oficina a que me dictaran cartas.
Ya que estamos hablando de los libros ¿cuántos borradores tiene usted antes de sentir que tiene un texto definitivo, o cuando escribe avanza despacio y lo que va terminando es versión definitiva?
Si, de una. De una porque ya he gastado seis meses, siete meses transcribiendo y haciendo entrevistas, pues ya tengo toda la historia en la cabeza. Con pelos y señales me la sé. Ya se por donde comienzo, donde son los climax, etc. Voy redactando de una y, desde luego sí, voy leyendo antes de comenzar cada día y corrigiendo y cuando termino un capítulo lo corrijo y luego dejo el libro un mes, mes y medio, máximo dos meses… y lo vuelvo a leer a los dos meses y ahí le encuentro más. Pero va de una.
En sus crónicas uno siente que los personajes están hablando. ¿Cómo hace para respetar transmitir la voz de los personajes?
Escuchando. Trato en muchos casos de conservar la musicalidad mediante la puntuación. En este país somos, por lo menos, siete naciones culturales diferentes. Por ejemplo, ¿qué tiene que ver, en costumbres, en lenguaje, en comida, en culto a la muerte, el Llano con el Pacífico? Nada. Qué tiene que ver el Nariño con la Guajira. Qué tiene que ver Antioquia con el Meta. En el pacífico, cuando alguien muere se visten de blanco, no lloran casi. En Riohacha se pagan lloronas. Entonces son diferentes culturas que yo tengo que saber esa joda. Por eso hay que ir y no solamente preguntar por la historia sino abrir los ojos y vivir un poquito el medio. Yo digo que hay por lo menos que anochecer y amanecer en el sitio.
Le parece que eso es lo mínimo…
En el Llano me pasó lo siguiente. La primera vez que fui me dijeron, mire, ese vaquero que viene allá se llama Chirrinchi. Ese tipo mató a la madrina de 17 él solo. Y yo vine y escribí que había matado a la madrina de 17 él solo. Pues tenía huevo yo porque resulta que madrina en el Llano es una manada de novillos. Los sacrificó por las pieles. Ahí está uno al paso de cometer errores gravísimos cuando escribe a larga distancia una crónica.
No me sorprende su interés por entender la cultura local. Revisando su hoja de vida encontré que usted empezó estudiando antropología.
Hice un año y medio o dos, pero solamente para tener una noción de cómo reconocer una cultura… yo ya trabajaba como periodista.
En Perdido en el Amazonas hay pasajes casi de etnografía y botánica que me recordaron un poco a Levy-Strauss. Usted describe el uso tradicional de ciertas plantas, de cómo viven ciertos peces, etc.
Eso no lo copié de nadie. Eso es observación cuando estuve en la selva. Me lo contaron los indígenas. Y eso vine y lo confronté con científicos que trabajaban en la Amazonia, como por ejemplo el profesor y botánico Jesús Idrobo. También hablé con un ictiólogo.
Para el El Hurakán, un libro sobre la invasión de América que transcurre en parte en el Tapón del Darién, llevé una grabadora Nagra 4, para cine que me la prestaron en RTI y grabé aves a diferentes horas del día y de la noche. Luego vine y busqué un especialista en aves para que las identificara.
Para ese libro de bucaneros me embarqué en el Buque Gloria de la Armada mes y medio para releer lo que había escogido y entenderlo mejor, entender de soledades, de lejanías, de atardeceres, de mar, del barco, de jarcias, velas y barbetas. Pero más para vivir el mar. O en el Polo Norte, donde estuve escribiendo el final del libro Candelaria, pues hablé con científicos que conocieran ese medio para promediar las leyendas o las descripciones que me den los nativos con la ciencia. Sin cometer el error de hacer un libro con términos científicos, sino para orientarme.
Para usted. ¿el reportaje o la crónica es vecino de la etnografía?
Desde luego que sí. Usted hablaba ahorita de Levy-Strauss y claro, hay algo. También de Los Hijos de Sánchez, de Oscar Lewis. Pero eso lo vine a leer mucho tiempo después. Pero eso lo hace más es Alfredo Molano, que recoge los testimonios, conservando su lenguaje original.
¿Y quiénes fueron sus grandes modelos?
Lo que leía en ese momento de periodismo. Cuando empecé en El Tiempo me tocaba llenar una página los domingos de deportes. Y Había que contar la historia de algunos clásicos como Millonarios-Unión Magdalena. Entonces me tocaba ir al archivo y repasar todos los periódicos, desde el primer partido Millonarios-Unión Magdalena, hasta el último y hacer un resumen pequeño. Pero entonces, empecé a mirar el periódico, no solo la parte deportiva sino todo. Empecé a ver crónica. Hay un momento muy bueno en la crónica entre los años 30 y 40. Recuerdo un periodista muy famoso, un cronista, José Joaquín Ximenez. Ximenez murió trabajando en reportería. Cogió una pulmonía. Después seguí remontando y llegué hasta los cronistas de Indias. Es que ahí nace la crónica. Los cronistas de Indias llegaban a un mundo totalmente desconocido. A las iguanas les dicen dragones porque se les acaba el castellano. Porque el mundo es demasiado nuevo, demasiado diferente. Eso es sensacional.
Usted empezó a escribir en los sesentas. ¿Leía también a la nueva generación de periodistas estadounidenses como Capote o Talese?
No. No, a Capote lo leí mucho después. Aquí había unos cronistas más verracos. Lo que pasa es que no los conocen los profesores. Y creen que nuestra crónica nació en Miami y nuestra crónica no nació en Miami ¡No joda! Nació aquí con los cronistas de Indias.
¿Para qué coño voy a leer a los gringos si yo estoy viviendo en un país que se llama Colombia? Esto es otra realidad, otra cultura. Esos vinieron después.
Mis maestros eran Germán Pinzón, Marco Tulio Rodríguez, Camilo López , los hermanos de Castro. Unos cronistas los verracos. De mi país, en mi lenguaje, de mi cultura, de mis sentimientos. Talese vino mucho después. No me enseña nada, Talese. Capote no me enseñó un carajo. Antes de leer A Sangre Fría yo había leído una cosa que se llama El 10 de febrero, que no tiene firma pero presumo fue escrita por el presidente Rafael Reyes, una vez que huyó de Colombia después de un atentado para matarlo con su hija. Es una súper crónica de 1910, con fotos.
Sí, A sangre fría una verraquera. Sí, Truman Capote la putería. Pero yo ya conocía 1910, ya conocía 1500 en nuestra narrativa no ficción.
El Amazonas es recurrente en sus libros. ¿Por qué su fascinación por esta selva?
No sé… yo soy zipaquireño, y por las tardes, cuando era niño, salimos a caminar con mi mamá. Y pasábamos por una calle donde había una quinta bellísima. La entrada era un camino rodeado de cauchos sabaneros. Y yo me paraba en la reja a mirar esa entrada cubierta por árboles que filtraban la luz y le daban un tono verdoso. O así me la imaginaba yo. Y allá al fondo la casa con las luces encendidas. Y esa fijación me quedó.
Luego, el primer viaje que hice como periodista, en La República, fue a Leticia. Tenía la selva a tres cuadras del parque. Dejé mi maletín y cuando entré a la selva la sensación fue impresionante. Había abierto la reja y había entrado a la avenida que entraba a la quinta. Y ahí se me pegó la selva. Y ahí me leí a José Eustacio Rivera y me leí un libro muy bueno de selva que se llama Toá de Cesar Uribe Piedrahita, en las selvas del Huila. Una tercera parte de este país es selva.
¿Cómo son sus métodos de verificación de la información? ¿Cómo coteja lo que le dicen los entrevistados?
Lo primero son los documentos. La prensa del momento para fechas y para ver si es un caso en el que hubo, por ejemplo, un juicio. Entonces busco el sumario. Ahí el juez hace un resumen de la historia y va citando algunas frases de personajes diciendo en qué folio está esa declaración. Entonces arranca usted por el auto de proceder (ahora se llama llamamiento a juicio), y luego busca las piezas que ve que necesita. Una vez que tiene reconstruido eso, entonces va al sitio y busca a esas personas.
Haciendo Mi alma se la dejo al diablo fue muy difícil encontrar a los personajes. Una historia de selva. Muy difícil. Empecé buscando al juez en Florencia. Después fui al tribunal Superior de Neiva donde estaba el sumario completo. Encontré primero uno en un sitio que se llamaba Dos Ríos en el Vaupés que es muy lejos de donde sucedió la historia. Fui muchas veces a Florencia, a la emisora la Voz de la Selva, para que me hicieran el favor de decir todas las mañanas al aire que estaba buscando a tal persona, que por favor esa persona se comunicara o se presentara a la emisora. Así encontré a los dos últimos, que eran muy difíciles de encontrar.
¿Qué tanto cree usted en la suerte?
Sí, a veces es importantísima, como en todos los ordenes de la vida. Estas son cosas que pasan pero no le pasan a uno todos los días, pero son mágicas. Por ejemplo, Mi alma se la dejo al Diablo es la historia de dos hombres que dejan abandonados en un campamento en selva virgen del Yarí. Y ambos mueren. Y uno de los dos deja un diario y lo último que escribe, ya enloquecido, es, “mi alma se la dejo al diablo”. Ese libro lo empecé como una novela, lo cual fue un error teniendo semejante historia tan macha. Entonces como a la cuartilla 200 me pareció que eso era una porquería. Entonces lo quemé en una chimenea, un día tomando café con mi señora.
Y volví a ceros. Volver a ceros es volver a la prensa de la época. Y ahí me encontré unas cosas que había pasado por alto. Encontré que en ese campamento habían estado atrapados dos antropólogos austriacos, algo que yo había pasado por alto. Entonces busqué en el directorio telefónico de la facultad de antropología en la universidad de Viena. Me contestó una señora muy seca, un sargento: ¡No está El Dr. Trupp! ¡No están en Austria! ¿Cómo hablo con ellos, dónde puedo…? ¡No le puedo decir!
Luego, gracias a un contacto de mi señora en la Embajada de Austria en Bogotá encontramos al Profesor Trupp. Fritz Trupp, en un pueblo cercano a Viena. Llamamos y no contestaba nadie. En la embajada le dijeron que quizás habían cambiado los teléfonos de ese pueblo pero que dentro de cinco días venían dos funcionarios de la telefónica de Austria a hacer aquí una cosa con la telefónica de Bogotá, y que ellos podían ayudar. A los cinco días llamó Gloria y el tipo le dijo, ya le tengo solucionado su problema. Agréguele un número tal al comienzo. Y llamamos y contestan: ¡Trupp! A los quince días estaba yo en Viena. Y resultó que ese hombre también había hecho un diario.
Y eso no es todo. Mire cómo llegué al primer diario, el del muerto. Otra chepa. Yo ya había quemado el manuscrito de novela y El Tiempo me mandó a hacer un reportaje sobre la colonia penal de Araracuara, que acababan de cerrar. Y me quedé allá a un mes. Porque iba un avión cada mes. Y anduvimos ese mes con un muchacho, colono, llamado Oscar Rivera. Y la víspera de venirnos para Bogotá con el fotógrafo, Carlos Caicedo, abrimos una botella de aguardiente que el había llevado y Oscar nos propuso bajarnos a la orilla del río a mirar los chimbilás cazando mariposas. Había una luna muy bonita. Y terminando ya la sesión, dice Oscar, no eso no es nada, hermano, yo que me encontré un esqueleto abandonado por aquí arribita en el Yarí. Yo dije, no sea güevón, esa es mi historia. Me dijo que junto al esqueleto había un morral y dentor del morral un poco de vainas escritas por el que murió. ¿Quién tiene eso? Le pregunté. Lo tiene tal, dijo. Entonces al otro día, antes de que llegara el avión por nosotros, pues a buscar el puto diario. Claro, ahí estaba. Era el diario de un gringuito, Slim Bauer.
Oscar, con siete más, fueron los que encontraron el esqueleto. Él se extravió buscando balata, que es una variedad de caucho para hacer bolas de golf. Se dieron cuenta de que estaban extraviados en la selva porque probaron el agua de un río y tenía un sabor diferente. Total yo me traje a Oscar y a la mujer para que me contaran todo. Los parquee en un hotelito aquí en Bogotá, y a los 25 días que hubo vuelo de Satena a Florencia los mandé de vuelta. ¿Qué tal esa historia tan verraca?
Detrás de cada historia suya hay un viaje ¿Usted ha viajado tanto porque las historias lo requieren o le gusta, en el fondo?
Por un lado, toca, y por otro me gusta mucho. ¿a quien no le va a gustar conocer lo desconocido? Es que la base del periodismo es ir a los sitios, te digo por tercera vez.
Yo apenas llevaba ocho días trabajando en El Tiempo cuándo escuché por radio que cerca de Tunja apareció un hombre de nombre José Bernal, con una caja de madera grande, llena de calaveras. Yo dije, no, no me joda ¿cómo así? Y a las siete de la noche le pedí a don Hernando Santos que me diera una camioneta y un fotógrafo.
Como a las once de la noche encontramos a José y a las calaveras. El viejo estaba en tremenda borrachera. Le quitamos la perra con tinto. Como a las doce y media me contó. Las había encontrado en una cueva, y esas calaveras eran del ejercito del Libertador. Hice la crónica, tal vez mi primera crónica, y la retomó (esa fue otra suerte) Germán Arciniegas que tenía columna en El Tiempo, destacando la curiosidad de un reportero que se fue a media noche a buscar a una persona con un cajón de calaveras.
¿Cómo de un simple testimonio sale un reportaje?
No sale completo pero uno ve para donde sigue. Esto es no ficción. Hay que hacer muchas consultas y mucho trabajo de campo. Mira, ya para rematar, que esto le sirve mucho a los estudiantes:
En “Que la muerte espere” de 2005, el segunde relato es sobre cinco muchachos que se meten a la caverna del Nitro, en Santander, en Zapatoca, y quedan 17 días atrapados y se salvan por un milagro. Los llamé, hablé largo con ellos. Hablé con los cinco un par de veces, por teléfono, tomando nota. Ahí ya empecé a ver el trabajo de campo claro. Antes de ir, el primer interrogante es qué es una caverna. Para eso he ido armando un directorio telefónico por profesiones.
Fui donde un espeleólogo y me explico cuál es el equipo que usan para bajar a esas cavernas. Me describió que en ellas las rocas están cubiertas de guano, el excremento de los murciélagos. Eso me dio otra pista. Entonces llamé al profesor Enrique Villarraga, especialista en murciélagos de Los Andes. Me explicó cómo suenan, cómo son las alas. Los insectívoros las tiene como un avión caza, para vuelo versátil. Los frugívoros que comen frutas y polen, anchas, por ejemplo.
Después busqué a un montañista en un almacén, ahí en la 13 con calle 75. Me explicó de cuerdas, zapatos, de todo el equipo que tienen que llevar. ¿Para qué necesitaba saber eso? Para que la gente entendiera lo milagroso que fue que se salvaran unos muchachos que entraron en tenis. Pero además, uno de ellos me dijo que de un momento a otro se iluminó un área de la cueva y vio a su mamá, a plena luz, cocinando. Entonces busqué a una neuropsiquiatra que me explicó en qué consiste una alucinación. Eso te lo cuento para que veas como hay que apoyarse en muchas disciplinas para reconstruir una pequeña parte de una historia.
Muchas de estas historias reconstruyen hechos que han pasado hace meses, a veces años. ¿Cómo hace para refrescarla la memoria a sus fuentes?
Lo último que hice en este relato, lo aprendí haciendo un reportaje que se llama La Bruja. Primero hablé con los cinco reunidos. Así en grupo casi todos van detrás del relato del más locuaz. Luego, uno por uno, cada uno cuenta un poquito más. Identifiqué a los dos que tenían como mas detalles en la cabeza y me los llevé a la caverna. Ya en la caverna, no estaban recordando. Estaban viviendo intensamente los hechos. Eso lo he hecho muchas veces. Llevar al personaje donde fue el sitio de la historia. Eso es clave.
Para el Karina fui a Hamburgo, donde comenzó la historia. Allá vivía el hijo de un chileno que le ayudó al M-19 a comprar el barco. Me dieron el teléfono y puse la cita en el mismo lugar y a la misma hora en la que él se reunió con los del M-19 por primera vez. Nueve de la noche en la calle Herbertstrasse en un barrio de espectáculos de sexo que se llama San Pauli. Ahí al final de la calle hay una iglesita. Y fuimos al mismo restaurante y pedimos lo mismo que él se acordaba que habían pedido esa noche los del M-19. Y al día siguiente nos encontramos donde ellos se habían encontrado con el M-19. Y fuimos al puerto, a donde habían ido a buscar el buque que después llamaron el Karina. Es la reconstrucción de los hechos como si fuera un inspector, me imagino yo.
¿Cómo fue en el caso particular de La Bruja?
A la bruja me la llevé a una casa gigantesca donde hacían brujería. A la bruja ya la habían exorcizado, cuando eso. Fue tanta la impresión, fue tan intensa esa vivencia allá, que cunado salimos estaba muy, muy, excitada. De vuelta, ya de noche, pasamos por un pueblito e hizo despertar al cura para que la confesara y para que le diera la bendición. Se transformó esa bruja. Es que lo que te digo: ahí la gente ya no está recordando la gente ahí está viviendo intensamente, está viviendo nuevamente la historia.
Pasemos al tema de la televisión. Una de las cosas revolucionarias de su programa Enviado Especial es que sacó las cámaras de los estudios. ¿Cómo se le ocurrió llevar las cámaras al terreno en esa época?
El periodismo es uno sólo, sea para prensa, para televisión o para radio. Lo que cambia es, sí, la expresión. Cambia el medio. Pero es lo mismo. En televisión, yo dije, pues hay que ir a los sitios.
¿Y eso como lo recibió la gente que hacía televisión?
Había dos programas de periodismo. El de Margarita Vidal y el de Elkin Meza. Ambos eran entrevistas en estudio. Pero cuando yo llegué tenía en la cabeza eso de viajar, pues llevaba haciéndolo durante diez años. El presidente de RTI, Fernando Gómez, que era un genio, dijo sí, y me puso un equipo de cuatro personas, cámaras y un carro. ¿Qué mas pide uno en la vida? Uno de los primeros programas lo hicimos desde el Guaviare, llegamos hasta Calamar, donde nace el Vaupés. (Yo digo que eso se debía llamar Villazancudo). Hicimos un programa que se llamó “La selva”. Nadie había vista la selva, creo yo, por televisión. Y ahí empezamos, veinte años viajando por el país.
¿Y qué aprendió usted de la televisión para escribir?
No creo que mucho. Es que ya llevaba diez años haciendo crónicas y ya había publicado mi primer libro, Colombia Amarga, cuando llegué a RTI. El primer entrenamiento en TV me lo dio un productor famosísimo, Bernardo Romero Pereiro, que había estudiado en Cine Citá, en Italia. Y me entrenó un par de meses y luego ya empecé a viajar. Pero ya había aprendido en El Tiempo, fue una escuela demasiado buena.
¿Por qué cree usted que sus libros, con historias tan locales, historias, han tenido éxito en el exterior?
Así de fácil: es hacerlas universales. Perdido en el Amazonas, por ejemplo, la reescribí para quitarle localismos sin quitárselo. El idioma toca diluirlo un poquito. Mejor dicho, si digo que alguien compró una tortuga charapa en diez centavos, y la revendió en un peso. ¿qué es diez centavos y que es un peso para un húngaro? Ni siquiera dice algo para un colombiano de hoy. Entonces me inventé una escala: Si la compró barata era un dinerito curioso, y si la vendió cara es un dinero decente. Y un dinero intermedio, pues un dinero simpático. O le puse colores a las aguas de los ríos. El Vaupés era el río de aguas verdes, el Apaporis el de color tal, y así. Pero también pensar que en Europa no hay monstruos de ríos como los que hay aquí. En España, el gran río es el Tajo, un riachuelo huevón. En algunas ediciones se explica que un río es, por ejemplo, 50 veces mas ancho que el Tajo. O diez veces mas largo que el Danubio. Que se imaginen que esta selva no es como lo que llaman selva en Europa. En esta selva en un kilómetro puede haber, fácilmente, un millón de variedades de arboles. Allá es una. Allá es un rodal.
Esos son detalles para entender mejor el relato, pero qué es lo universal en las historias? ¿qué hace que un húngaro quiera leer la historia de un marinero colombiano que se perdió en un río?
Bueno, sí. Son las situaciones dramáticas. Una es el cadáver insepulto. Eso es Mi alma se la dejo al Diablo y Perdido en el Amazonas. El hueco es el éxodo. El éxodo a los EE.UU. es un libro que interesa a toda Latinoamérica. Otras situaciones dramáticas que abarcan casi todas las historias son el secuestro, el adulterio homicida, la locura, etc. Los críticos las han clasificado y son más de veinte. Toda historia cae en una de ellas. Y se supone que le llegan a la gente en cualquier país.
El periodista Ryszard Kapuscinski hablaba de la importancia de los cinco sentidos de los periodistas. Usted perdió el gusto y el olfato en un accidente. ¿Qué tanta falta le hacen a la hora de ser reportero?
Mira, antes de que la agente supiera que existía Kapuscinski, unos treinta o cuarenta años antes, me enseñaron en El Tiempo que dentro de los relatos, hay que incluir todas las cosas sensoriales.
Yo escribí una historia sobre Monseñor Labaka, un obispo que mataron unos indígenas. La mitad lo hice en la selva amazónica y la mitad en el País Vasco. En uno de esos ríos, creo que el Curaray, me llamó la atención el olor. Era distinto al amanecer y al atardecer. Pero ¿cómo describo yo estos olores? Pues los asocié a olores que yo conocía, como nuez moscada, pimienta, etc.
Ya de vuelta, busqué a un químico, experto en aromas. Fui a una fabrica de perfumes que queda ahí saliendo para Tocancipá que se llamaba Ebel. Y ahí el tipo me explicó: hay olores dulces, espumosos, grasosos, y tal. También los aromas tienen un momento en qué aparecen. Luego van decreciendo, nota por nota. Eso se llama el desenlace. Así armé el relato de a lo que olían las orillas del rio y eso me sirvió para manejar el tiempo. A medida que avanzas por el río, de paso, va decreciendo el olor. Tú dices, “cuando salimos del desembarcadero olía intenso y al llegar allá ya no olía”. Estoy manejando también el tiempo y describiendo el medio.
¿Y qué tanta falta le hace ahora? ¿le parece que es uno de esos sentidos que uno solo lo valora cuando lo pierde?
El gusto, pues, con la memoria, de lo que saben las cosas. Aunque ya empieza medio a saberme algo. Pero no voy a recobrarlo del todo y el olfato tampoco. Los olores es algo que utiliza muy poco uno en los relatos. Ahí hay un poco de pasos del olor. Y necesito ponerlo.
¿De qué escritores de ficción o novelistas siete que ha aprendido?
Aprendí mucho de los naturalistas. Por su trabajo de campo. En la novela también hay que investigar un poquito para no decir bobadas. Acabo de releer en estos días Nana, de Emile Zola. Nana es una mujer no muy talentosa, buenona, en el París de 1800. Naná es llevada actuar en el teatro, que eso era como hoy llevarla a Hollywood. Pero la vieja no sabe ni pararse en un escenario, ni caminar en un proscenio ni nada de esa vaina. Para describir eso, el novelista, primero, va al teatro, mide el proscenio, mide el escenario. Mide cuanto hay del telón de boca al telón de fondo, por ejemplo. Cuantas arañas hay. Cuantas bujías tiene cada araña. Quién se hace en cada palco. Y él crea personajes para ridiculizar a esos burgueses que de verdad existieron. También escribió un libro en las minas de carbón, y se metió varios meses en una mina. Para vivir con los mineros.
Quitando la novela fantástica, hay que explorar y conocer en el medio en el cual se desarrolla la novela.
¿Para usted qué es lo más difícil de escribir? Y hablo del momento en el que se siente frente a la hoja o la pantalla en blanco.
La forma. En mis primeros libros luchaba contra los adjetivos. Los últimos libros míos no tienen adjetivos. Si narras bien, si escribes bien, en vez de decir que la noche súper oscura, más bien describir que no se veía a un metro de distancia, por ejemplo. Yo creo que la tendencia en el mundo es menos adjetivos y más capacidad descriptiva. La otra cosa contra la cual lucho, que eso es una lepra para mi, es el adverbio de modo.
Algunos escritores tienen mañas para escribir. ¿Usted tiene alguna?
Ah, pero deben ser los artistas, los novelistas, la gente que escribe ficción. No, yo me hice en una sala de redacción de El Tiempo, con mucho ruido, con treinta periodistas en el cuatro piso. Entonces puedo escribir con todo el ruido que me pongan. Lo único que no puedo escuchar es música, porque tengo el oído muy musical, y entonces me voy para donde está la música. De resto, el ruido que haya no me molesta.
¿Tiene horarios?
Como a las nueve de la mañana comienzo y termino cuatro de la tarde. Por la noche no escribo porque amanece un poco cansada la cabeza. Lo importante al terminar la jornada es saber por donde sigo al día siguiente. No dejar un bache.
Para su libro sobre la toma del Palacio de Justicia, usted estuvo varios años buscando unas imágenes de algunos sobrevivientes, y hace poco las encontró. ¿Cómo fue eso?
Sí. Eran las imágenes del magistrado Carlos Urán. Es que lo conocí. Hablé con él la tarde de la toma. Me llamó a la oficina. Yo fui a la morgue, y no aparecía en la morgue. No estaba en ninguna parte. Al otro día apareció en el Palacio, desnudo, en el primer piso, desnudo, cuando él estaba, creo, en el segundo o tercero. Y a los 20 años, aparecieron sus papeles, las fotos de la familia y todo, en la Brigada. Luego fue lo de las imágenes de televisión en las que se lo ve salir del Palacio, cojo pero vivo.
¿Usted sabía que esas imágenes existían?
No, Daniel Coronell empezó a buscar y buscar y un día me llamó y me dijo, mira esto, y yo le dije, sí, ese es Carlos Urán.
¿Y usted cuando vio esas imágenes del magistrado Urán, qué pensó?
No, lo lógico: lo mataron. Y a los tres días que aparecieron los papeles en la Brigada. Pues blanco es, gallina lo pone. Sale vivo, aparece su cédula y la foto de su familia en la Brigada. Es que eso no… hay que preguntárselo a mi General y a mi Coronel ¿No? que qué hicieron. No joda.
¿Usted usa cámara fotográfica para registro?
En un momento la usé, para descripciones, para ver las fotos y describir, por ejemplo, las casas donde hacían brujería en La Bruja, pero no mucho. La descripción la anoto en la libreta de viaje. Como digo, parte son grabaciones y muchas notas.
Muchos de sus libros han implicado denuncias y hay a veces testimonios que comprometen a otras personas, y por eso mismo le ha tocado lidiar con demandas…
No, sólo en uno. La Bruja, no más.
Tengo entendido que en el que hizo sobre la muerte del joven Giacomo Turra en Cartagena también…
No. Ahí fue una insultada por carta del papá de Turra. Según él la policía asesinó a su hijo. Pero la policía no lo tocó. Yo fui a Cartagena a Venecia y a Padua. En Cartagena hablé con el sargento y con los acusados, estaban muy cabreados conmigo, y ellos me dieron los nombres de los testigos que habían declarado. Me ayudaron a localizarlos. Eran 22 testigos y hablé con 21. El otro no quiso hablar. Reconstruí las declaraciones al juez. Hablé con el forense con otra tanta gente. Luego en Italia hablé con el papá, la mamá y la hermana de Turra. El papá se molestó que yo hubiera estado averiguando sobre su hijo con amigos y otra gente. Pero le dije, sí, yo fui a Italia, dos meses, y le dije a usted que iba a hacer un libro sobre Turra, no para Turra. No más le contesté.
Usted dice que había 22 testigos y usted habló con 21. ¿Cómo hace uno para lograr un acceso casi total a los testigos?
Ah, no, yo tenía la suerte de que me reconocían. Pero el acceso fue fácil, no tanto porque me conocieran sino porque la pregunta era sencilla: ¿Qué vió hermano? ¿qué le dijo al juez? Además, los testigos no estaban implicados.
O sea que además su nombre y sus libros abren puertas.
A veces me cierra las puertas.
¿Por qué?
Porque dicen, no, este verraco después va y escribe sobre esto o lo otro. Yo no escribo si no aceptan una entrevista grabada. Si no aprueban tampoco. Pero lo que hago es que me consigo la historia por otro lado.
¿Le han pedido plata para darle un testimonio?
Sí, una persona me pidió dinero. Un guerrillero que está preso en La Modelo. Le dicen “Martín Sombra”. La historia de ese viejo es algo sorprendente y el castellano que tiene es una belleza. Un campesino, pero la memoria y la historia que tiene es la historia completa de las FARC. Amigo y compañero de Tirofijo. Pero me mató porque me dijo “sí, pero es que aquí tengo este papel”: una carta que le mandó un reportero de un noticiero diciendo que si le contaba la historia el reportero le da el 50% de las regalías. Le dije, no, no, no, maestro, yo no hago eso. Y no lo hice.
¿Qué inconveniente le ve usted a pagarle a una fuente?
En ninguna parte del mundo te cobran eso, que yo sepa. Tal vez las revistas de farándula y escándalo pagan, ¿no? Y si me cobran no pago. En el caso de Martin Sombra, pues no hice el libro. Hay otras historias.
Con Candelaria usted pisó el terreno de la ficción. Después de tantos reportajes siente que el periodismo a veces no alcanza a contar la realidad y que la ficción puede llenar ese vacío?
No. El periodismo, la narrativa no ficción, en el medio nuestro parece ir más allá de la ficción. Se ha dicho muchas veces.
No, lo de Candelaria es esto. El libro es sobre narcotráfico, que es un tema delicado. El editor me propuso presentarlo como novela, cambiando los nombres, etc. Pero eso es una historia de la vida real, todo. La historia inicial es que unos narcos colombianos hicieron una conexión en Rusia para mandar el primer cargamento de coca a una base militar muy grande al norte de San Petersburgo. Estos narcos resolvieron que había que ir a Cuba a hablar con el comandante de un submarino soviético, bombardearle la cocaína al mar, que él la recogiera, la metiera en el submarino y se la llevara a esa base de la Armada soviética. Esa es una historia la verrionda.
¿Cómo llegó a esa historia?
Fui a la entrega de un premio a mi libro El Karina en Asturias, España, y allá conocí a dos rusos: Nikita Poliatof, ex capitán de la policía soviética y Alexandra Marinina, ex mayor de la policía soviética en Moscú. Son ahora escritores de novela policiaca y hablan muy buen español.
Allá les conté de la historia que estaba persiguiendo sobre el tal submarino y me dijeron que me ayudaban. Primero fui a Siberia a buscar a un colombiano que había ido a Cuba a hablar con el comandante del submarino. Era un ingeniero, geólogo, de apellido Grisales que vivía en un punto a 520 kilómetros del círculo polar buscando gas. Después, ya en Moscú, Marinina me arregló una cita con el general Victor Vicov, jefe antinarcóticos de Rusia. Allá nadie hablaba en las oficinas por la costumbre de que los grabaran. Entonces te llevaban a parques, a dar vueltas, y se hablaba al aire libre. A los dos días llama Alexandra y me dijo, ¿qué hubo, cómo le fue? Le dije, no, ese General no me dijo nada. Me dijo, vente mañana por la noche para mi casa. Cuándo llegué allá estaba el General Vicov. Pues resulta que él vivía con Alexandra!
Después de bogar vodka él ya me decía “hermano” y yo le decía “Victor”.
Después en San Petersburgo conocí a Carlos Guerrero, un pastuso que era ingeniero electrónico, especialista en navegación de satélites. Él me conectó con otra gente y con uno de los mafiosos de allá. Y los mafiosos hablan hasta por los codos. A ellos les importa un culo.
¿No cree que semejante historia merecía contarse como un reportaje y no cómo ficción?
No sé. Me acuerdo que cuando vino Saramago al Teatro Colón, la editorial me invitó a presentarlo. Saramago me dijo, leí Candelaria y me pareció una novela que tiene demasiada información. Y le dije, es que no es novela y le conté y me dijo, ah, has debido dejarlo como crónica, como no ficción.
Por qué la precaución con Candelaria si usted ya se había metido con temas muy duros?
Así con coca, con narcotráfico, nunca. Pues sí, tengo temas duros, pero así, que yo creyera que eran de riesgo, Candelaria.
Después de 40 años contando historias de este país, muchas amargas, como el título de su primer libro, ¿el periodismo lo ha hecho optimista o pesimistas de este país?
No soy pesimista, pero tampoco veo al país con gran optimismo. No salimos de la corrupción y la violencia. Yo hago cuentas de que Colombia sólo ha vivido 27 años de paz, si la miseria del hambre es paz. De 1903, cuando termina la Guerra de los Mil Días a 1930 cuándo sube Olaya Herrera y empiezan los liberales a asesinar conservadores. Desde ahí la violencia no ha parado un minuto.
Pero por el otro lado tú ves un porcentaje inmenso en este país de gente muy inteligente, pilosa, honrada, verraca. Una gente con una capacidad y con una imaginación inmensa pero sin oportunidades de formación, de estudios. Haciendo El Hueco, la historia del éxodo de los colombianos a Nueva York, usé como base un restaurante colombiano en Queens, un barrio con doscientos ochenta mil colombianos, una vaina así como Pereira. Yo me hacía en una mesita cerca de la barra, entraban allá latinos de todo lado y después de que pedían o saludaban muy amables, uno decía, ese es colombiano. Y no fallaba. Más pilos, más verracos, más educados, más despiertos.